Uno de los ritos más interesantes de los indígenas guatemaltecos es el del Maximón. Cae en días de semana santa y tiene lugar en el pueblecito de Atitlán, mirador engastado en una roca sobre un lago azul, población minúscula que da nombre al maravilloso espejo rodeado de doce poblaciones indígenas, meñiques todas, pequeñez que se mide por pulgadas en contraste con la naturaleza imponente de aquel sitio tutelado por volcanes apaciguados.
Es lunes santo y ya no hay lugar para los visitantes que llegan, aprovechando del feriado, deseosos de ponerse en contacto con las piedras todavía acongojadas, el agua dulce del lago, y asisitir a los ritos del Maximón. El viaje se hace en embarcaciones lacustres. Una dama recurre a su bolso para buscar su aguja y nos pide que se la enhebremos con hilo blanco. Entre nubes y nieblas matinales, olorosas a tizana de agua y montaña, la dama va zurciendo un rasgón de su vestido veraniego. Poco a poco, todos los viajeros van quedando en silencio. Callan, mientras sus pupilas pasean por el teatro de la milenaria arquitectura montañosa que rodea el agua abuela, siguiendo pájaros asustados o barcas con mercaderías de colores, verduras que los indígenas llevan al mercado.
«¡La isla de los Gatos!», exclama alguien. Y un panecillo de tierra descolorido y rocalloso, en parte, y en parte sembrado de maíz, pasa a lo lejos. Esta isla es famosa porque aparece y desaparece cada cierto tiempo, según baje o suba el nivel del agua. Parece sembrada de maíz que ya han tronchado. Las comunidades indígenas aprovechan su suelo, cuando está como ahora, sobre el nivel del agua. El Emperador Carlos V les extendió escritura de propiedad.
Se ve acercarse el volcán de San Pedro, en tanto el volcán de Atitlán va quedando atrás. Sus estribaciones de terrenos arañados por corrientes invernales, igual que raíces de tierra, bajan hasta la cosquillosa paciencia del agua verde, entre playados donde algunas mujeres lavan sus ropas, se peinan otras y otras se bañan o pastorean ganados.
Atitlán, la población adonde se dirige la embarcación, asoma en un repliegue de la cordillera, estrangulado por enormes promontorios de piedra, azulosa a la distancia, negra como el carbón de cerca. En estas rocas, las atitlanecas, vestidas de rojo y blanco, lavan ropas. Cuando atraca la embarcación una nube de chiquillos se acerca a pedir centavos. Son como alcancías de barro.
El corazón de pájaro del pueblo se resiste al asalto. Hay que trepar por empinadas cuestas, callejuelas de piedra venosa, piso y sillares que forman a ambos lados pareduelas de dos brazadas de alto en defensa de los patios donde viven como amos gallinas, gallos, palomas y cerdos.
El ambiente en la población es húmedo, esponjoso. Si existiera la palabra «corolosa». En una corola donde los telares, como insectos, zumban tejiendo las mieles de las ropas y perrajes, para las mujeres, la manta para el vestido de los hombres, o adornos de casa tales como cortinas, servilletas y sobrecamas.
La plaza principal, frente al templo, rodeada de edificios municipales, cárcel, cuartel y fondines, forma una mesa que cubre de sombra y hojas una ceiba centenaria. El templo queda en alto. Una escalinata lleva al visitante de la plaza grande a una segunda plazoleta, lo que podría llamarse el atrio. Frente al templo derruido se levanta una especie de corredor para perros y mendigos.
Al acercarse a la puerta mayor, abierta en el desamparo, el creyente se prepara a doblar la rodilla para persignarse, pero nada de esto hace. El templo es una oquedad, un subterráneo donde ocurrió alguna catástrofe. Las imágenes se ven amontonadas como emigrantes; aún perdura en sus ojos de vidrio el miedo a las llamas que devoraron los maderámenes y llegaron a ellas, para intentar llevárselas al cielo convertidas en humo. Vírgenes mancas, cristos sin dedos, ángeles sin un pie, sin pierna aquel San Joaquín, y aquel otro santo con un ojo vacío.
Al fondo, el altar mayor, del que queda la majestad de otro tiempo, cubierto con cortinajes morados y olorosos a flores cuya fragancia tropical acaba con la presencia católica en aquel desmantelado templo. Arden por docenas las velas, algunas en manos de los devotos indígenas que permanecen arrodillados horas enteras, y otras en el suelo como súplicas abandonadas, palpitantes.
Estas candelas solitarias son ofrecidas por la vida de los que comercian con sus barcas entre las poblaciones del lago, ocupación siempre peligrosa porque muy a menudo hace su aparecimiento el «xocomil», huracán famoso que convierte las aguas en embudo, para llevarse al fondo misterioso desde la primitiva cáscara flotante hasta la gasolinera de cuarenta pasajeros.
Después del volatinesco «xocomil», como si las divinidades indígenas estuvieran satisfechas, todo vuelve a su más limpia dulzura, desde el agua que transparenta fondos de rocas centellantes, plateadas, doradas, hasta los conos volcánicos que se afilan, mientras en los pueblecitos los habitantes indagan quiénes y cuántas fueron las víctimas.
«¡Ah, el señor Cipriano, pasó a mejor vida...!»
«Y la comadre Prudencia venía con él. Vean, pues... Habían ido a vender frijol a Santa Catarina Palopó. ¿Y sus hermanos, también se ahogaron? No me cuente... Sea por Dios...»
En forma disimulada las velas que arden en el suelo del templo al parecer solitarias, son seguidas de lejos por algún pariente y cuando la llamita se extingue como soplada por el «malo», el vigilante escapa hecho un cohete para dar aviso que algo le pasó al «fulano».
Las autoridades, alcaldes y comisionados políticos, dan la impresión de ser extranjeros, aunque bien prietos y greñudos, por el uso del teléfono, del telégrafo o del «propio» que sale como correo directo en busca de noticias. Los alguaciles indígenas les ven ir y venir; saben, por experiencia, que lo que menos les importa son las víctimas, pues lo urgente es tener datos para telegrafiar al Jefe Político y a Gobernación. El telegrafista, con un cigarrillo apagado en el pabellón de la oreja, se siente tentado de poner el consabido mensaje, sin que se lo manden: «Pedro Sic primero, Pedro Sic segundo, Antonio Regín primero y su mujer Micaela, perecieron ahogados hoy, víctimas del «xocomil». Se buscan los cadáveres y las autoridades despliegan toda actividad para auxiliar a otras barcas que se encuentran en peligro».
La semana mayor multiplica los peces en las casas. También se multiplica el pan porque el pescado y la tortilla de maíz no muy se avienen. Al gusto y con los dedos. Los cubiertos escasean. La última estadística demostró que había docena y media de cucharas y cucharitas, siete tenedores y quince cuchillos, algunos romos, en todo el pueblo. Además, como los visitantes no dejan de ser algo rateros, muchos de los cubiertos se echan bajo llave. No sea que la cucharita con una pintura esmaltada de Venecia que trajo el año de 1886 don Juan Carpio, vaya a desaparecer del pueblo.
Se va apagando la actividad en estos días de reposo santo. En las tiendas empiezan a escasear los víveres. Aceitunas no se encuentran. De aceite español quedan algunas latitas. En las calles se ven arcos de papeles de colores, pino, ciprés o flores moradas. También las ventanas y las puertas de las casas se ven adornadas con lienzos rojos, amarillos o cascadas de jacarandas. Los aguateros en fila o por pares bajan al lago y suben al pueblo con los cántaros llenos dejando un camino de gotas de la ribera al depósito de cada casa. Durante los días santos no se trabaja. El miércoles santo todavía suben agua. Pero después, por ningún dinero, por ninguna sed. Y en cuanto a las mujeres, el lago dejará de verlas desde jueves santo. Morenas, altas, delgadas, bajo sus cabellos en fiesta de tocoyales que les forman un como comalito de sangre altanera.
Las indias más viejas, indiferentes a todo, laboran en las cocinas, en la última puntada al traje del estreno o el reparto de maíz a las gallinas y desperdicios a los coches.
El ambiente ha ido caldeándose. Días clarísimos. Noches estrelladas. En la puerta del templo se oyen tambores primitivos, chirimías y acompasados golpes de campana.
Este es el cuadro en que se desarrollan los ceremoniales suntuosos del Maximón. El hombre de la ciudad lo ve como un espectáculo grotesco. Sus ojos no penetran más allá de la indumentaria de un enorme muñeco, tamaño de una gente, que viste de amarillo y rojo, traje español, y lleva un sombreo adornado en la cabeza.
De la cofradía, donde es cosa de días preparar minuciosamente la ceremonia, es llevado a la sala mayor del edificio municipal y allí se le vela entre presentes frutales, tendido en alfombra de siemprevivas y flores amarillas, por hombres y mujeres, jóvenes y ancianos que lucen sus mejores trajes. Ambiente de plantas aromáticas, ceras encendidas, incienso, anís, ajonjolí, jengibre, todos los regalos que le han hecho al maniquí de guantes blancos ligeramente sucios. Ajenos a los espectadores, curtidos por un sueño que los hace anteriores al presente, las pupilas inmóviles como pepitas de cacao y las manos en oración, esperan que las ofrendas que han traído, si flores en botón, se abran, si flores abiertas, no se marchiten, y si frutas, maduren sin podrirse.
Las más jóvenes rasgan con las dentaduras, patines de marfil para nieve de risa, largas cañas de azúcar. La cáscara cae en astillas, en tanto se destila por sus mentones la miel que sorben con ardoroso encanto. Los caites, sandalias primitivas, suenan en el piso. Entran, salen. Hablan unos con otros en tan suave tono, que sólo porque se les ve mover los labios se sabe que hablan. Los ojos hundidos de cansancio, y no sé qué de comatosos, parecen purificarse por la resistencia de sus rodillas en el suelo, del fuego de las velas que sostienen entre sus cinco dedos, cuatro en cada mano, de las bebidas embriagantes que les suda por los poros abiertos bañándoles la frente, los pómulos de asiáticos y las nucas negras de pelo.
La tarde sale del cielo sin pasos. Entra la sombra y todos siguen sobre sus rodillas, incansables, esperando que de los caminos de la cordillera sigan llegando obsequios para el Maximón, el tributo que de lejos o de cerca traen a la divinidad que les acude en sus necesidades, desde la tuna hasta el chile verde o los chiles ambarinos o los colorados y largos como picos de pájaros marinos.
Humo de atoles espumosos, cruel acidez de la piñuela, y flores campestres. El visitante se ha sentido tan lejos de la ceremonia que busca hacia la puerta. No es fácil. Hay que abrirse paso. En el corazón del pueblo siguen resonando hasta altas horas de la noche, el tamborón y la chirimía.
En el frontal del templo, aquel como corredor para perros y mendigos se levanta un tinglado, altar o patíbulo. Indios de mediana edad trabajan afanosamente en el adorno. Sobre fondo verde de hojas de siempreviva, se van amarrando las más variadas flores, así como cuerpos de pajaritos muertos y mapaches. Tres ciegos, violín, guitarra y flauta, tocan sus toscos instrumentos, como insectos en un floripondio.
No se hacen las camas en forma. Sólo se estiran los trapos y las tujas de lana, barbadas y con dibujos. En la alcaldía siguen las horas de la velación en la zoncera del amanecer entre hedentina de sudores fuertes y aires viscerales.
Pronto llegará la hora de trasladar a Maximón de la candente sala al tinglado que están terminando a la puerta de la iglesia.
Grupos silenciosos van y vienen por la plaza, en espera del traslado de Maximón. Se empieza a organizar el cortejo. Ceremoniosos, con peso de tierra en los hombros, tardo el andar como si se enraizaran y desenraizaran los pies en cada paso, van avanzando los jefes de la cofradía. Las mujeres, masa de maíz con agua, pegajosas y alimenticias porque dan a los críos los enormes senos llenos de leche, forman islas de silencio en medio del palabrerío que, cual planta enredadora, teje en el aire rezos y lamentos apenas modulados.
Una estupenda maniobra de arboledas, tentáculos y animales soeces. Un derroche de sabores antiguos. Del fondo del lago salen las arenas que cubren el desvelo que todos llevamos dentro. Los cangrejos atenazan en el agua hirviente, mientras se bañan de burbujas de muerte, recordando la bondad del lodo en lidia de reflejos del estero.
«¿Es un ballet?», pregunta un señor de monóculo, guantes cafés y sendos lápiz y lapicero, listos para tomar apuntes. Escribirá un artículo en una revista norteamericana. Le responden que sí. Pudieron haberle dicho que no. Luego pregunta qué significa aquella ceremonia. Alguien le contesta que aquel muñeco representa a don Pedro de Alvarado, al que los indios llamaban Tonatiúh. Otro sale al paso y explica que no es Alvarado, sino Judas, el que vendió a Jesús.
Las doncellas indígenas han salido de hacer sus ofrendas. Se distinguen porque el güipil, en lugar de estar abierto del sobaco a la cintura, va cerrado. Ellas acompañarán a Maximón llevando barandales de caña brava, bien pulida, y recubierta de hojas y flores trenzadas en caprichosos dibujos. Cerca y lejos se oye la bulla de la gente que se apelotona, se arremolina. Quieren saber si se pudrieron las frutas que mandaron de la costa o se marchitaron las flores, que sobre pasos veloces, trajeron desde los Cuchumatanes.
Si las frutas se pudrieron o se marchitaron las flores, los que enviaron estos presentes no han sido fieles a la creencia. Pero debe saberse y como cada ofrenda está en su canastillo cubierta de hojas, los principales saben, pero no lo dicen a nadie. Hay que adivinarlo. Ver las caras de las que palidecen, de las que sollozan, de las que lloran, de las que mastican sus dedos para hacerse daño ante Maximón.
De otras cofradías vienen en visita, barnizadas de miel blanca, tal la dulzura de sus rostros, mujeres que tienen el güipil abierto del sobaco a la cintura. Son casadas. El güipil abierto facilita la lactancia. Algunas traen a sus hijos a la espalda como gusanos que duermen para despertar mañana mariposas. Otras vienen con sus chicos de la mano, llorosos, asustados de ver tanta gente.
Una anciana castidad derramada de las piedras, de las cosas, de los guisos, adormece, como ceniza, los fuegos que saltan en el lago, bajo la luna plena, o las fuegos de los hogares en que se cuecen los alimentos simbólicos, materialización de mensajes que el tiempo mismo desconoce.
El Maximón es llevado al templo. La distancia entre la alcaldía y la iglesia, cuesta pocos pasos. Pero el traslado se tarda por el largo desfile de autoridades indígenas, cofrades que van llevando parte de los presentes que se les hicieron y música que entra al oído como lamentación de leguas de caminos mojados de lágrimas.
Las mazorcas más grandes, las calabazas más hermosas, los aguacates del tamaño de bocios, las naranjas, las limas, las toronjas, las verdes vainas de las paternas algodonosas, las pitahayas, los duraznos, los morros, los bananos, las cañas de azúcar, los jarritos con miel, los matasanos, los zapotes, las acerolas en canastitos, los caimitos, el cacao y pedazos de colmenas, como pulmones destilando respiración de miel, y guacamayos, y loros, y chorchas, así como gallinas, gallos y otras aves de sustento.
Procesión hermana del aguacero. Pronto botará el invierno los primeros dientes de granizo. En frescura de hojas va Maximón, como un gran fruto con máscara, como un murciélago de colores preso en la telaraña de la multitud. Los tunes levantan aquí y allá sus ecos de mitotes. Las montañas repiten sus telegramas. Ligeros soplos sacuden los calzones blancos del maniquí y la capa que lleva sobre sus caídos hombros de peregrino entre sus tribus.
La cabellera en tirabuzones, rubia y abundosa, también recibe los besos del aire. Por fin se llega al templo. Hay ojos en todas las casas de los alrededores. Entre acatamientos, escupidas, humo de tabaco ordinario, es izado en el altarcito o patíbulo. Pero no hay guillotinas ni soga. Ocupa su sitial con respaldo. Sus caites dorados, sus medias rosadas de torero, le dan singular prestancia. Y allí le amarran con plateados cordeles.
En el interior del templo, totalmente lleno, oscurecido por el humo de las velas y la luz que ha ido menguando, hombres y mujeres silenciosos forman costras humanas, las rodillas en tierra, los ojos viendo a saber a quién.
Afuera, al lado del Maximón, los tambores gigantes, los tunes y el arrullo de los ciegos que tocan más suavemente. Y así pasan horas y horas.
Maximón desaparece el viernes santo, antes de la procesión del santo entierro. En los techos de algunas casas otra familia de muñecos, los famosos judas de serrín y trapos viejos, esperan la hora de su destrucción. Al toque de «gloria», el sábado santo, son arrojados a la chiquillada que los destroza en un momento.
Se han dado varias explicaciones sobre el Maximón, pero no se le ha estudiado a fondo. De oídos se sabe que en el interior lleva un ídolo de oro. Está construido con el tronco de un platanar, tronco en el que, como su corazón y razón de existir, se esconde la divinidad a quien, con disfraz de muñeco carnavalesco, se rinde primoroso culto. Si se considera la lucha que el indio ha mantenido por esconder a sus verdaderos dioses, fácil es explicarse la indumentaria española de Maximón. En esta forma se ponía a cubierto de cualquier sospecha. Una divinidad amparadora de la primavera, pedazo de metal antiguo que es en sí secreto y fuerza del renacimiento de la aurora celeste, de la continuidad de la raza en la familia numerosa y triste, de los dones alimenticios de la tierra anegada en azul del lago y de la leyenda que se perfuma con milagro de flores.
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