Un gran fin de fiesta (1970)

LEEMOS LA palabra “polución”, cada vez más seguido, no con el significado de antes, sino con el que se le da ahora: envenenamiento del aire que respiramos, del agua que bebemos, del mundo que habitamos. Sí, se lee cada vez más seguido en libros y periódicos la palabra “polución”, mas a fuerza de leerla no medimos su trágico significado o la aceptamos, sin alarmarnos, tomándola como uno de los signos fatales que acompañan el auge supremo de nuestra civilización. A un mundo desarrollado en la escala de nuestro mundo actual, corresponden los consabidos peligros, nos decimos para consolarnos, y uno de estos peligros es el de la “polución” del aire que transforma las ciudades en antesalas de hospital y cementerio, que acaba con el hombre, con el hombre y la naturaleza, con la naturaleza y la vida en la tierra. Porque no es sólo la “polución” de la atmósfera, la amenaza. También hemos infectado el agua, los mares y los ríos. Y los bosques con ácidos bélicos que botan las hojas a los árboles. O simplemente con las substancias que destruyen insectos que después se descubre eran ruedecillas útiles en el universo.

La voz de alarma. El evenenamiento del aire de las ciudades. Los hombres huyen de los centros urbanos como se huye de la peste. Cada vez son más los que escapan, en los fines de semana y durante las vacaciones. Lo que antes era un lujo es ahora una necesidad vital. Lo que antes se permitían solamente los pudientes, ahora corre para todos por igual, ricos y pobres, viejos y niños en caravanas interminable por los caminos, en busca de aire, de aire no contaminado, no envenenado por millones se substancias desconocidas.

Algo es algo. Una hora. Un día. Respirar entre árboles, y los bosques, en los campos. Empaparnos de oxígeno. Arrancar de nuestras infelices gargantas esa telilla con sabor a petróleo que traemos pegada al galillo de tanto absorber la gasolina quemada de los autos. Esa telilla de gasolina que nos obliga a hacer gárgaras al final del día. Los fines de semana, las vacaciones, el fugarse de las ciudades, obedecen al instinto de conservación, a la urgencia que el organismo experimenta por librarse de la opresión y la angustia que a la larga produce el aire envenenado, cargado de dióxido de carbono.

Pero no es solamente la voz de alarma, la que da la medición del peligro que corremos, sino las medidas que van a tomar los gobiernos. Se prohibirá el uso de los motores de explosión que ahora emplean los automóviles. Dentro de cinco años. Hasta un plazo se ha dado.

Sin necesidad de recurrir a las cifras, a las estadísticas de enfermedad o mortalidad, por experiencia pueden hablar todos los que están sometidos a esta constante del aire enrarecido, en las grandes urbes. Ríos de automóviles por los estrechos cauces de las calles; aún las grandes avenidas son estrechas para este torrente de vehículos que van regando veneno por sus escapes, y millares de chimeneas arrojando a la atmósfera los restos de las substancias que se emplean como combustibles, en las casas, constituyen una de las más graves amenazas contra la vida del hombre y el mundo natural que le rodea.

Hay que salvar al hombre, pero, para salvarlo del todo, tenemos que defender la naturaleza, y esto plantea otro de los problemas angustiosos de nuestro tiempo: los aviones y cohetes que a alturas inverosímiles arrojan millones de toneladas de hidrocarburos con peligro del ozono que necesita la tierra para vivir. No debe, pues, alarmarnos el peligro que ya palpamos, el de la “polución” atmosférica de las grandes ciudades, sino la posibilidad de que por el abuso de aviones y cohetes, desaparezcan del planeta, desozonizado, las condiciones necesarias para la vida.

Frente a este cuadro amenazador, cara a cara a esta realidad tremenda, no inventada, sino real, absoluta, inminente, qué confort, entendido como posibilidad de vida, pueden ofrecer ahora las urbes gigantescas, salvo que sea el confort de la muerte lenta, de la muerte a pausas, de las angustias de los desvelados, de los delirantes, de los que recurren a la droga para olvidar ese ejército de infrahumanos que desmienten todas las mentiras de felicidad de una civilización materialista, de una sociedad que consume todos los venenos, bajo el engañoso manto de que jamás han existido hombres ni sociedad más poderosos.

Pero la cuenta que nos está pasando este portentoso progreso, y que infelizmente ya estamos pagando con nuestra salud y nuestra propia vida y la vida de la naturaleza, no termina sólo en la “polución” atmosférica, dado que las aguas de los mares y los ríos ya también están envenenadas. La marea negra que bañó las costas de Inglaterra y Francia. El aceitoso mar de las costas de la Liguria. Petróleo, más petróleo escapado de los tanques de algún petrolero. Y lo ocurrido con el romántico Rihn que arrastró días y días millares de peces muertos, a causa de los desechos de insecticidas arrojados a sus aguas. Muchas de las ciudades ribereñas se abstuvieron del servicio de agua potable, por temor a estos venenos.

El hombre, amenazado por los cataclismos del principio del globo, por la inclemencia de los climas, por las fieras salvajes, por las bestias horrorosas de antes del diluvio, por los elementos desencadenados, logró subsistir, salvarse, superar todo cuanto le era adverso; el hombre que luego ha ido paulatinamente venciendo los mortíferos flagelos de las pestes y de una gran cantidad de enfermedades antes mortales; ese hombre que en el curso de las edades logró subsistir, parece condenado a sucumbir indefenso víctima de sus propios inventos, y a no sucumbir sólo, sino con el mundo que le rodea, con el universo entero, y esto cuando es dueño de una fuente de energía —el átomo— que jamás hombre anterior nunca conoció. Sí que es paradójico. Un gran fin de fiesta. El envenenamiento total de la tierra. La supresión de la vida. Un gran fin de fiesta...

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