¿Bacterias? . . . ¡No, automóviles! Una fotografía tomada a vista de pájaro de las calles de las ciudades modernas, nos las muestran como canales en los que pululan bacterias avanzando con dificultad, centímetro a centímetro, en las horas de mayor congestión. Son automóviles sin movimiento en las calles. Una infección mortal de las urbes. Piénsese en París, Londres, Nueva York, Roma. Y en todas partes, en las ciudades grandes y pequeñas. La infección no respeta edades ni tamaños, planteando así un problema que cada día se hace más serio, el de moverse, el de ir de un punto a otro del ámbito urbano.
Pero descendamos del plafón, asomémonos ahora desde un barandal de un tercero o quinto piso, a la calle, y entonces se nos presentarán los automóviles, no como bacterias infecciosas, sino como pobres prisioneros que en lugar de grillos arrastran las ruedas, marchando trabajosa, dificultosamente. La visión es otra. Ya no es de enfermedad. Aquí se trata de unidades vivas, humanas, inutilizadas, reducidas a las cárceles de las calles, convertidas a ciertas horas del día en tubulares para automóviles y automovilistas.
Casi todos estos prisioneros llevan los mismos uniformes. Los mismos colores al menos. Y en cuanto a la forma del traje por fuera, algo varía, sin faltar los que lo llevan roto, por reciente choque, o sucio, o descascarado. No se les ven los pies, digo las ruedas. No ruedan. Se arrastran con lo que antes les servía para andar. Ruedas no pueden ser. Se oyen como si llevaran pantuflas y las sobaran en los pisos de las calles, al moverse.
Pero lleguemos a ras de la calle. Palpemos a nuestros prisioneros nacidos para la velocidad, y reducidos a condición de inválidos. Tras ellos van dejando una trenza de humo mortífero, hediondo, horriblemente hediondo y venenoso. Los peatones, sin cuidarse del peligro ¿qué peligro puede existir donde los automóviles avanzan más despacio que una tortuga? Se cruzan entre las telarañas que forman, circulan, van, vienen, reivindicación del hombre que todavía usa sus pies. Y es una escena pintoresca, en la que tal vez el lector no ha reflexionado antes, esta imagen de las calles, en las que los hijos de la velocidad han quedado prisioneros de ellos mismos, y los peatones circulan ligeros, ágiles, libres y paradójicamente más ligeros.
La batalla de las bocinas, claxons, sirenas, trompetas, campanillazos de bicicletas, no es poca. Todos quieren pasar y nadie pasa. Todos quieren llegar y nadie llega a tiempo. El tiempo aquí no existe. Por las ventanillas y las portezuelas empiezan entonces a asomar caras airadas, rostros descompuestos, bocas que vomitan insultos cancelarios. Las furias. Toda la mitología de las furias. Y no sólo las caras, los puños. Y no sólo los puños, el diccionario de la procacidad ciudadana más suelto de lengua.
¿Remedio? Permítase que me calce los guantes y me vaya. Hay males que no tienen remedio.
Pero descendamos del plafón, asomémonos ahora desde un barandal de un tercero o quinto piso, a la calle, y entonces se nos presentarán los automóviles, no como bacterias infecciosas, sino como pobres prisioneros que en lugar de grillos arrastran las ruedas, marchando trabajosa, dificultosamente. La visión es otra. Ya no es de enfermedad. Aquí se trata de unidades vivas, humanas, inutilizadas, reducidas a las cárceles de las calles, convertidas a ciertas horas del día en tubulares para automóviles y automovilistas.
Casi todos estos prisioneros llevan los mismos uniformes. Los mismos colores al menos. Y en cuanto a la forma del traje por fuera, algo varía, sin faltar los que lo llevan roto, por reciente choque, o sucio, o descascarado. No se les ven los pies, digo las ruedas. No ruedan. Se arrastran con lo que antes les servía para andar. Ruedas no pueden ser. Se oyen como si llevaran pantuflas y las sobaran en los pisos de las calles, al moverse.
Pero lleguemos a ras de la calle. Palpemos a nuestros prisioneros nacidos para la velocidad, y reducidos a condición de inválidos. Tras ellos van dejando una trenza de humo mortífero, hediondo, horriblemente hediondo y venenoso. Los peatones, sin cuidarse del peligro ¿qué peligro puede existir donde los automóviles avanzan más despacio que una tortuga? Se cruzan entre las telarañas que forman, circulan, van, vienen, reivindicación del hombre que todavía usa sus pies. Y es una escena pintoresca, en la que tal vez el lector no ha reflexionado antes, esta imagen de las calles, en las que los hijos de la velocidad han quedado prisioneros de ellos mismos, y los peatones circulan ligeros, ágiles, libres y paradójicamente más ligeros.
La batalla de las bocinas, claxons, sirenas, trompetas, campanillazos de bicicletas, no es poca. Todos quieren pasar y nadie pasa. Todos quieren llegar y nadie llega a tiempo. El tiempo aquí no existe. Por las ventanillas y las portezuelas empiezan entonces a asomar caras airadas, rostros descompuestos, bocas que vomitan insultos cancelarios. Las furias. Toda la mitología de las furias. Y no sólo las caras, los puños. Y no sólo los puños, el diccionario de la procacidad ciudadana más suelto de lengua.
¿Remedio? Permítase que me calce los guantes y me vaya. Hay males que no tienen remedio.
Seguir leyendo: