LA IMPRESIÓN que da el palacio nacional al visitante, y entre los visitantes en estos momentos me cuento yo, es tan varia que en verdad no se sabe por dónde empezar. Mientras recorría esta opulenta fábrica inaugurada hace apenas unas arenas de tiempo y llamada a vivir siglos, se me hizo la gentil invitación de expresar lo que sentía por el micrófono, y al primer entusiasmo por hablar, por decir, por cantar en verso para comunicar mi emoción, ha sustituido una especie de estupor nacido de la conciencia vigilante que ante obras como ésta, exige cumplir la inscripción que se lee en la verja del célebre coro de la catedral de Toledo: “callar y cantar”.
Pero “callar y cantar”, sutilísima paradoja, está mandado donde los sentidos todos se embriagan con la multitud de figuras que cubren de gala plástica y volutuosa aquel recinto en que lucharon frente a frente dos titanes, Berruguete y de Borgoña, y no aquí frente al micrófono que ha de llevar al oído quizás separado de este sitio por cientos de kilómetros la frase que le haga ver, palpar, sentir y si se me apura hasta percibir la temperatura y olores de la realidad que a través del verbo se trasmite.
Estamos en el palacio nacional y le hemos recorrido con la prisa del que todo lo quiere ver sin detenerse en el detalle, tomando a dentelladas de pupila los grandes movimientos arquitecturales que determinan en su conjunto, la transfromación del espacio ocupado en un ambiente con atmósfera y luz propias.
Y este ambiente y esta luz que se respiran en el palacio nacional, lejos de ser fríos, ajenos al visitante, son cálidos y atrayentes, trópico de altura, trópico de nuestras altas mecetas en que la misma flora, ha escrito alguien, se torna aristocrática, como aristocráticos se forman en este palacio la forja y la cerámica.
El palacio nacional da la impresión de bienestar por la temperatura irreal y no por eso menos verdadera que se desprende del maravilloso abuso que en él se hizo de la madera como material de recubrimiento, de la madera tallada como en las épocas de nuestra prodigiososa ebanistería; de la madera coloreada en los artesonados recordando la original y pintoresca manera del muzarabe. Oro, rojo y azul llueven de los artesonados de este salón frontal que cierran hacia los cielos, vitrales con simbólicas figuras, de las que en este momento se destaca la paz, porque el sol está bañando en plata la paloma blanca que bajo la figura morena, parece no estar allí hecha de vidrio tratado al fuego, sino volar por todo el ambiente del salón, alocarse revoloteando en el palacio y luego salir a clavarse en el azul de nuestro cielo, como el mejor mensaje de nuestro corazón.
Lo cálido del ambiente que nos rodea en el palacio nacional, además de venir de la madera que se riega en magnificente ostentación, surge del color, de los colores, desde el verde que envuelve en suavidad de agua y selva la riquísima fábrica, hasta las llamitas doradas y al mismo tiempo esfumadas de las columnas que son gracia de mujer sin brazos, de palmera sin hojas en el salón de recepciones. Hay un fuego invisible de doradas correspondencias entre las columnas, los cornizamentos, las grecas y relieves que remata la cúpula, creando la impresión de otro mundo.
Y así sería ó veriamos como obra trasladada por encantamiento de otra parte, si Guatemala no tuviera tradición arquitectural. Este palacio monumental, que el financiero calcula en números fríos, vale más allá de la matemática de la máquina de sumar, porque reúne en él la más jugosa lección de la tradición artística de nuestra patria.
El indígena manejando los materiales bajo la dirección española en la época colonial puso su personalidad insensiblemente, pues él de ancestro sabía manejar los mismos materiales, y esto hace pensar que al decirse barroco, el barroco que encontramos en nuestra antigua Guatemala presente pequeñas diferencias con el español. La trayectoria de siglos encaja en esta obra con lo que debe llamarse, o podría llamarse el barroco colonial, así como existe el barroco alemán demasiado recargado, el barroco francés.
Nada nos es es extraño en esta hermosa y monumental, obra, ni sus proporciones, ni sus grandes espacios soleados en patios donde el albercas canta el agua, ni sus terrazas abiertas en la altura, ni sus escalinatas, columnatas y fantásticas decoraciones, ricas todas, todas vistosas, porque Guatemala posee la tradición arquitectural y artística de siglos pasados.
Lo que si sorprende y lleva a la admiración es que haya habido un hombre que emprendiera la obra que ahora vemos terminada, quien con espíritu muy amplio dio su apoyo en la construcción de esta obra, orgullo de Guatemala, al artesano y artífices guatemaltecos. Guatemala posee ahora un palacio nacional donde las trompetas de la fama están sonando para nuestra patria horas de gloria.
Pero “callar y cantar”, sutilísima paradoja, está mandado donde los sentidos todos se embriagan con la multitud de figuras que cubren de gala plástica y volutuosa aquel recinto en que lucharon frente a frente dos titanes, Berruguete y de Borgoña, y no aquí frente al micrófono que ha de llevar al oído quizás separado de este sitio por cientos de kilómetros la frase que le haga ver, palpar, sentir y si se me apura hasta percibir la temperatura y olores de la realidad que a través del verbo se trasmite.
Estamos en el palacio nacional y le hemos recorrido con la prisa del que todo lo quiere ver sin detenerse en el detalle, tomando a dentelladas de pupila los grandes movimientos arquitecturales que determinan en su conjunto, la transfromación del espacio ocupado en un ambiente con atmósfera y luz propias.
Y este ambiente y esta luz que se respiran en el palacio nacional, lejos de ser fríos, ajenos al visitante, son cálidos y atrayentes, trópico de altura, trópico de nuestras altas mecetas en que la misma flora, ha escrito alguien, se torna aristocrática, como aristocráticos se forman en este palacio la forja y la cerámica.
El palacio nacional da la impresión de bienestar por la temperatura irreal y no por eso menos verdadera que se desprende del maravilloso abuso que en él se hizo de la madera como material de recubrimiento, de la madera tallada como en las épocas de nuestra prodigiososa ebanistería; de la madera coloreada en los artesonados recordando la original y pintoresca manera del muzarabe. Oro, rojo y azul llueven de los artesonados de este salón frontal que cierran hacia los cielos, vitrales con simbólicas figuras, de las que en este momento se destaca la paz, porque el sol está bañando en plata la paloma blanca que bajo la figura morena, parece no estar allí hecha de vidrio tratado al fuego, sino volar por todo el ambiente del salón, alocarse revoloteando en el palacio y luego salir a clavarse en el azul de nuestro cielo, como el mejor mensaje de nuestro corazón.
Lo cálido del ambiente que nos rodea en el palacio nacional, además de venir de la madera que se riega en magnificente ostentación, surge del color, de los colores, desde el verde que envuelve en suavidad de agua y selva la riquísima fábrica, hasta las llamitas doradas y al mismo tiempo esfumadas de las columnas que son gracia de mujer sin brazos, de palmera sin hojas en el salón de recepciones. Hay un fuego invisible de doradas correspondencias entre las columnas, los cornizamentos, las grecas y relieves que remata la cúpula, creando la impresión de otro mundo.
Y así sería ó veriamos como obra trasladada por encantamiento de otra parte, si Guatemala no tuviera tradición arquitectural. Este palacio monumental, que el financiero calcula en números fríos, vale más allá de la matemática de la máquina de sumar, porque reúne en él la más jugosa lección de la tradición artística de nuestra patria.
El indígena manejando los materiales bajo la dirección española en la época colonial puso su personalidad insensiblemente, pues él de ancestro sabía manejar los mismos materiales, y esto hace pensar que al decirse barroco, el barroco que encontramos en nuestra antigua Guatemala presente pequeñas diferencias con el español. La trayectoria de siglos encaja en esta obra con lo que debe llamarse, o podría llamarse el barroco colonial, así como existe el barroco alemán demasiado recargado, el barroco francés.
Nada nos es es extraño en esta hermosa y monumental, obra, ni sus proporciones, ni sus grandes espacios soleados en patios donde el albercas canta el agua, ni sus terrazas abiertas en la altura, ni sus escalinatas, columnatas y fantásticas decoraciones, ricas todas, todas vistosas, porque Guatemala posee la tradición arquitectural y artística de siglos pasados.
Lo que si sorprende y lleva a la admiración es que haya habido un hombre que emprendiera la obra que ahora vemos terminada, quien con espíritu muy amplio dio su apoyo en la construcción de esta obra, orgullo de Guatemala, al artesano y artífices guatemaltecos. Guatemala posee ahora un palacio nacional donde las trompetas de la fama están sonando para nuestra patria horas de gloria.
Seguir leyendo: