Al encuentro de los mayas (1959)

En el cine aprendimos a sentarnos en una butaca y ver desfilar paisajes. Ahora lo hacemos cómodamente sentados en un automóvil. Salimos de Guatemala —la capital— y enfilamos hacia Occidente en busca de las altas cumbres de los Cuchumatanes en el Departamento de Huehuetenango, donde se cree que tuvo origen el maíz, dado que allí se encuentra la planta que se supone antecedente del maravilloso grano americano, tan maravilloso que en la teogonía indígena fue de maíz de lo que los dioses hicieron al hombre. La ciudad queda, se arrebuja, es muy de mañana y el sol apenas comienza a dorar los tejados. Más tarde se presentará a nuestros pies regada en el valle. De lado y lado del valle aún queda espacio para que continúe creciendo. Sólo que ahora, dentro del ritmo de las nuevas construcciones, ya no se extenderá, con sus casitas españolas, o de tipo español-criollo, sino crecerá verticalmente hacio lo alto en casas de varios pisos.

Se gana y se pierde altura en caminos que van curvados, ascendiendo y descendiendo como culebras. ¿Influiría este obligado reptar enre cerros y montañas, valles y barrancos, para hacer un símbolo sagrado de la serpiente? ¿No son estos caminos, gráficas de la serpiente emplumada? Los nuevos caminos, asfaltados infortunadamente, dejaron a un lado pueblecitos que con las viejas carreteras de tierra se cruzaban, y de los que ahora sólo suenan los nombres.

Pero ya estamos en la zona más azul del paisaje que abre sus perspectivas en sucesivos cortinados que en la distancia van del verde oscuro al azuloso ondular de una serranía que se vuelve cielo, así, sin metáfora. Esta es otra. Aquí las metáforas son inútiles, las supera la realidad, suenan a cosa gastada. Las metáforas no las hace el escritor o el poeta, sino la naturaleza.

La luz se va tornando dorada, de transparencia dorada, algo así como la luz del Cuzco. No nos alumbra. Nos inunda. No sólo nos entra por los ojos, sino por los poros. Sensación de embriaguez, de alegría, de plena salud mental y corporal. Olvido de todo lo que no es esta sensación de gracia suma, de euforia suprema. El camino corre entre pinadas gigantes, pinos que arrancan del fondo o de las paredes inclinadas de barrancos abismales, y asoman su verdor oscuro, azulenco, para contrastar con los demás verdees de las plantas pasajeras y arbustos, y mostrar, para envidia de los que pasan, en las axilas pastosas de sus viejas ramas, que el viento balancea, orquídeas y parásitas de formas caprichosas. El eco de las voces, del ruido del motor, de las raudas, hacen más profundo el silencio que a medida que ascendemos se va apoderando de todo, cumpliéndose aquello de alejarse del mundo para oírse uno mismo.

En algo menos de 280 kilómetros hemos realizado un viaje por todos los climas, todos los paisajes, y todos los países que esos panoramas nos recuerdan. De la Selva Negra a los bosques del Tirol, de las perspectivas florentinas al Sur de Francia, de los rellanos que bordean los caminos de los Pirineos a las cumbres de Los Alpes. No es imaginable, si no se ve. Abajo, en el regazo de los valles, como en bandejas de jade, los poblados minúsculos —iglesia, puente, casitas—, y todo este paisaje hastado por indígenas vestidos a la usanza de sus regiones, igual que dioses asirios. Nubes, aguas de lagos, embalses y ríos de caudal amable. Alguien señala... pero no hay tiempo a fijar los ojos, porque ya otro motivo atrae, y otro más adelante. Es mejor gozar de este paisaje, no por sus detalles, sin en lo que muestra de acumulación vibrante.

En estas zona altas se aposentaron los mayas, los primitivos pobladores de estos territorios de encantamiento. Aquí nació el maíz por primera vez en la tierra. Y de aquí partieron las tribus cuando emigraron hacia la planicie, no sin dejar vestigios tan importantes como las ruinas de Zaculeo, que, desde los Cuchumatantes, en la inmensidad azulosa, verdosa, dorada, se alcanzan a ver blancas, como las dejó una fatal reconstrucción.

Pero volvemos al automóvil y seguimos ascendiendo. Ha sido sólo un alto en un mirador donde nos dio sensación de estar al borde de una inmensa copa con el universo abajo, hasta sentir la tentación de dominio y poder que dan las alturas. Por entre cactor, piedras volcánicas, negras, rugosas, se riegan rebaños de ovejas, con sus pastorcitos de ropa tejida con la cruda, seguidos de los perros ovejeros. Una vez dominadas las altísimas cumbres de los Cuchumatanes, se ve sobre ellso un camino que ondula, siguiendo suaves curvas del terreno desolado, en el que las pocas casas se encuentran rodeadas de cercas de piedras en un paisaje muy parecido al del altiplano Boliviano o las cercanías de Lhassa en el Tibet.

No hay nada. Hay una mina abandonada. En la arenisca del piso se encuentran caracolillos y conchas marinas. Algunos pretenden que esta altura estuvo alguna vez cubierta por el mar. El ambiente idílico vuelve a ganar nuestra voluntad, y renunciamos a pensar, para entregarnos a la sensual inmersión en este gozo de un mundo de magia, digna cuna de los mayas-artistas, de los mayas-sabios, de los mayas-agricultores, de los mayas-astrónomos... Olfateamos. No bastan los ojos. Abrimos los brazos para abarcar el espacio intangible. No basta oler aquel perfume de inmensidad y siglos. Y hasta creemos saborear los primeros granos de maíz que aquí se cosecharon por manos morenas como las nuestras...

Si no hubiera muchas razones para apoyar la tesis de que aquí en estas alturas de Guatemala se produjo por primera vez el maíz, bastaría la belleza inenarrable de esta vecindad celeste para creer que sí, porque tuvo que producirse el milagro en un escenario como el que ahora nos devuelve el embrujo en que vivieron los primitivos mayas.

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