NO ES fácil llegar a Bonampak, ciudad de los muros pintados, que es lo que quiere decir en español Bonampak. Se halla en la frontera de Guatemala y México y es de los últimos grandes descubrimientos realizados en el campo arqueológico-pictórico, ya que enriquece lo que de pintura se conocía de los mayas, en el Templo de los Guerreros y Templo de los Tigres, en Chichén Itzá (Yucatán, México), y en Uaxactún (Petén, Guatemala), y en Santa Rita (Belice).
Y no sólo es sumamente dificultoso llegar a Bonampak, sino que no deja de sentirse un poco defraudado el viajero, al contemplar en aquellos muros pintados hace siglos, los originales de las copias que ha visto reproducidas a todo color, por el pintor guatemalteco Antonio Tejada y el pintor mexicano Agustín Villagra Caleti.
Algo de historia sobre el descubrimiento de Bonampak. Lo realizó el Sr. Giles Healey en 1946, y hasta un año después, en 1947, se organizó la primera expedición para copiarlas, y en 1948, la segunda expedición con el mismo fin.
Bonampak se encuentra al Norte del Estado de Chiapas, México, cerca del río Lacanjá, afluente del Usumacinta, río que sirve de límite entre Guatemala y México. Al llegar se descubre una amplia plaza rodeada por plataformas. Más lejos se ven nueve edificios montados sobre terrazas con escalinatas. Una inmensa estela hay en el centro de la gran plaza. Según se nos informa, Bonampak pertenece al Viejo Imperio Maya, y data probablemente del año seiscientos de nuestra era.
Pero lo que nos inquieta, a lo que hemos venido, sorteando tanta penalidad, es a contemplar las pinturas, los famosos frescos. El edificio en que se hallan es de fuertes y gruesas paredes, muros de unos 80 centímetros de espesor. En cuanto a las pinturas, a los frescos propiamente dichos, sobre ser escasa la luz, están bastante borradas por la acción del agua que se cuela por algunas rajaduras, por la acción del tiempo y el moho. Sin embargo, qué emoción encontrarse en este recinto que con justicia ha sido llamado la "Capilla Sixtina" de los mayas. El espectáculo, a pesar de lo desvaído del color, pasma, deslumbra, demuestra no sólo la acabada maestría de los muralistas mayas, en el dibujo y los matices, sino su conocimiento de las substancias que empleaban para producir sus pinturas hasta obtener la más rica y amplísima paleta: negros, blancos, rojo indio, amarillo ocre, siena quemado, rojo naranja, azul turquesa, verde esmeralda, azul parecido al de prusia, todos éstos, además, combinados en forma que lejos de hacerlos chillones, los rebajaban. Se advierte que pintaban al fresco, es decir sobre superficies húmedas, y en alguna parte hemos leído la explicación de cómo procedían. Su técnica era la siguiente: sobre la parte a pintar se trazaba el dibujo de lo que iba a representarse con rojo indio muy diluido; luego se procedía a llenar los espacios dibujados con los colores que correspondían, terminado lo cual, venía el filete que en Bonampak es negro.
La casa de los muros pintados, como se le designa, tiene 16,55 Mts. de largo por 4,12 de ancho por 7 Mts. de alto. De forma rectangular está dividida en tres aposentos. En el primero, la escena descubre la captura de un prisionero por un guerrero, todas las figuas sobre fondo azul. En una mano, —este personaje principal por su indumentaria, plumas y pieles de tigre, cráneos humanos, como pendientes— luce una lanza, y con la otra tiene agarrado al prisionero por los cabellos. Alrededor hay pintadas figuras de músico y danzarines, los músicos alzan largas trompetas y los danzarines lucen máscaras de animales. También hay otras figuras tocando conchas de tortugas y atrás otras que llevan quitasoles. Una figura va tocando un tambor y un quinteto de sonajeros.
Por otro muro y como al compás de esta música avanzan filas de grandes señores vestidos ricamente. Hay el que dirige el cortejo con el brazo levantado y en la mano la vara ceremonial, y atrás, vienen algunos otros con quitasoles. Completa, en lo alto, esta parte del mural, un conjunto de nobles vestidos con capas blancas, orejeras de jade y collares de conchas. Lo más llamativo de estas figuras, calzadas con sandalias de plumas, son los adornos que llevan en la testa: plumas, cabezas de animales, mascarones fantásticos. Un criado avanza al encuentro de estos personajes, con un niño en brazos, atada la cabeza para deformarle el cráneo, señal de nobleza entre los mayas.
A fuerza de estar dentro, los ojos se van acostumbrando y, como pasa en la Capilla Sixtina, se empieza a tener un pleno dominio de los dibujos y colores que nos rodean. El movimiento de las manos que hablan, manos dibujadas con magistral cuidado, en las que hasta las uñas se han estilizado; la riqueza inverosímil de los collares, de las ajorcas, de los pectorales de jade o esmeraldas, adornados con mascarillas rojas, y luego, entre los músicos, —tocadores de tortugas, con cuernos de venados, tamborileros y trompeteros—, el detalle de las máscaras, de los brazos recubiertos de largos guantes con forma de tenazas de gigantescos cangrejos, barbas y cornamentas estilizadas, mezcla real y vegetal.
Alguien, una voz, nos recuerda que aún faltan dos aposentos por visitar, y a lengüetazos de ojos, tal nuestras últimas miradas, quisiéramos llevarnos de esta primera estancia, en las retinas, el recuerdo vivo, la imagen inapagable de lo que acabamos de contemplar, extasiados, hay que repetirlo, porque no existe otra palabra.
Y no sólo es sumamente dificultoso llegar a Bonampak, sino que no deja de sentirse un poco defraudado el viajero, al contemplar en aquellos muros pintados hace siglos, los originales de las copias que ha visto reproducidas a todo color, por el pintor guatemalteco Antonio Tejada y el pintor mexicano Agustín Villagra Caleti.
Algo de historia sobre el descubrimiento de Bonampak. Lo realizó el Sr. Giles Healey en 1946, y hasta un año después, en 1947, se organizó la primera expedición para copiarlas, y en 1948, la segunda expedición con el mismo fin.
Bonampak se encuentra al Norte del Estado de Chiapas, México, cerca del río Lacanjá, afluente del Usumacinta, río que sirve de límite entre Guatemala y México. Al llegar se descubre una amplia plaza rodeada por plataformas. Más lejos se ven nueve edificios montados sobre terrazas con escalinatas. Una inmensa estela hay en el centro de la gran plaza. Según se nos informa, Bonampak pertenece al Viejo Imperio Maya, y data probablemente del año seiscientos de nuestra era.
Pero lo que nos inquieta, a lo que hemos venido, sorteando tanta penalidad, es a contemplar las pinturas, los famosos frescos. El edificio en que se hallan es de fuertes y gruesas paredes, muros de unos 80 centímetros de espesor. En cuanto a las pinturas, a los frescos propiamente dichos, sobre ser escasa la luz, están bastante borradas por la acción del agua que se cuela por algunas rajaduras, por la acción del tiempo y el moho. Sin embargo, qué emoción encontrarse en este recinto que con justicia ha sido llamado la "Capilla Sixtina" de los mayas. El espectáculo, a pesar de lo desvaído del color, pasma, deslumbra, demuestra no sólo la acabada maestría de los muralistas mayas, en el dibujo y los matices, sino su conocimiento de las substancias que empleaban para producir sus pinturas hasta obtener la más rica y amplísima paleta: negros, blancos, rojo indio, amarillo ocre, siena quemado, rojo naranja, azul turquesa, verde esmeralda, azul parecido al de prusia, todos éstos, además, combinados en forma que lejos de hacerlos chillones, los rebajaban. Se advierte que pintaban al fresco, es decir sobre superficies húmedas, y en alguna parte hemos leído la explicación de cómo procedían. Su técnica era la siguiente: sobre la parte a pintar se trazaba el dibujo de lo que iba a representarse con rojo indio muy diluido; luego se procedía a llenar los espacios dibujados con los colores que correspondían, terminado lo cual, venía el filete que en Bonampak es negro.
La casa de los muros pintados, como se le designa, tiene 16,55 Mts. de largo por 4,12 de ancho por 7 Mts. de alto. De forma rectangular está dividida en tres aposentos. En el primero, la escena descubre la captura de un prisionero por un guerrero, todas las figuas sobre fondo azul. En una mano, —este personaje principal por su indumentaria, plumas y pieles de tigre, cráneos humanos, como pendientes— luce una lanza, y con la otra tiene agarrado al prisionero por los cabellos. Alrededor hay pintadas figuras de músico y danzarines, los músicos alzan largas trompetas y los danzarines lucen máscaras de animales. También hay otras figuras tocando conchas de tortugas y atrás otras que llevan quitasoles. Una figura va tocando un tambor y un quinteto de sonajeros.
Por otro muro y como al compás de esta música avanzan filas de grandes señores vestidos ricamente. Hay el que dirige el cortejo con el brazo levantado y en la mano la vara ceremonial, y atrás, vienen algunos otros con quitasoles. Completa, en lo alto, esta parte del mural, un conjunto de nobles vestidos con capas blancas, orejeras de jade y collares de conchas. Lo más llamativo de estas figuras, calzadas con sandalias de plumas, son los adornos que llevan en la testa: plumas, cabezas de animales, mascarones fantásticos. Un criado avanza al encuentro de estos personajes, con un niño en brazos, atada la cabeza para deformarle el cráneo, señal de nobleza entre los mayas.
A fuerza de estar dentro, los ojos se van acostumbrando y, como pasa en la Capilla Sixtina, se empieza a tener un pleno dominio de los dibujos y colores que nos rodean. El movimiento de las manos que hablan, manos dibujadas con magistral cuidado, en las que hasta las uñas se han estilizado; la riqueza inverosímil de los collares, de las ajorcas, de los pectorales de jade o esmeraldas, adornados con mascarillas rojas, y luego, entre los músicos, —tocadores de tortugas, con cuernos de venados, tamborileros y trompeteros—, el detalle de las máscaras, de los brazos recubiertos de largos guantes con forma de tenazas de gigantescos cangrejos, barbas y cornamentas estilizadas, mezcla real y vegetal.
Alguien, una voz, nos recuerda que aún faltan dos aposentos por visitar, y a lengüetazos de ojos, tal nuestras últimas miradas, quisiéramos llevarnos de esta primera estancia, en las retinas, el recuerdo vivo, la imagen inapagable de lo que acabamos de contemplar, extasiados, hay que repetirlo, porque no existe otra palabra.
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