De sueño y barro: arte de los mayas de Guatemala (1968)

MI POEMA "Clarivigilia Primaveral" podría servir de introducción poética a la exposición del arte maya de Guatemala que se presenta en el Grand Palais. En todas las mitologías, los dioses se preocupan por crear guerreros, sacerdotes, caudillos, hombres eminentes. No así en las creencias y mitos de aquellos que poblaron de obras de arte las ciudades de la América Media. Para éstos, artistas por los cuatro costados del ciclo, las divinidades del alba, las abuelas del día, se deleitan en la creación de pintores, poetas, escultores, músicos, danzarines, orfebres, acróbatas, plumistas, a quienes se llamaba magos, magos o pequeños brujos únicos que podían repetir el milagro de crear cosas de sueño.

De sueño y barro, de sueño y piedra, de sueño y maderas preciosas.

De sueño y barro es su cerámica cocida al aire libre, sin horno, lo que no les impide realizar obras maestras, desde las épocas más remotas. De milenios de alfarería se escogieron para la Exposición de París, ellas, ídolos, figurillas, platos, incensarios, vasos correspondientes a épocas distintas, desde aquellas en que la arcilla mantiene su virginidad, hasta los utensilios y adornos de períodos posteriores decorados tan artística y sabiamente que el tiempo no pasó por ellos, se detuvo, y se diría obras de artistas contemporáneos.

La cerámica que entre los mayas es un arte mayor, por su originalidad y su belleza, puebla por decir así todo el subsuelo del territorio guatemalteco extendiéndose a Yucatán y Chiapas, en México, y Honduras y el Salvador. De preferencia, sin embargo, se le encuentra en montículos en que hubo adoratorios, tumbas o al pie de las estelas o grandes monumentos de piedras consteladas de figuras. Barro y dedos sería la definición de este arte de alfareros que conocían el secreto de materias, la forma de darles permanencia, más allá del fuego,  la mezcla de substancias llamadas a mantener estatuillas y trastos de utilidad hogareña, así como otros destinados al culto, sin rajaduras ni destrozos.

A medida que el tiempo avanza, el ceramista se hace pintor, y aparece la maravilla de los vasos policromados, de los juguetes de formas y colores caprichosos, de las máscaras funerarias o festivas. Monstruos, ídolos extraños, figuras de animales, multiplicados en sus variantes hasta el infinito, nos informan, mejor que cualquier relato, lo que fueron aquellos pueblos. Superficies sobrepuestas, coloridos brillantes, audacia tras audacia, dan a este arte de alfareros prodigiosos, un lugar incomparable. Modelan y pintan con la misma facilidad. Y es de ver, la Exposición de Arte Maya lo atestigua, con cuánto realismo traducen, en los gestos de sus figuras, estados de conciencia los más diversos, desde la cólera, hasta la risa burlona, desde la tristeza hasta el abandono estático.

De época en época, parpadeo de siglos, cambia la forma del ojo en estas figurillas. El ojo es uno de los elementos más importantes de la escultura o la cerámica. Y aún más en las cabecitas, donde no sólo representa un elemento de comunicación de sentimientos, sino la evolución en la experiencia del artista para trazarlo, ora sea en círculo profundo, ora en las deidades de ojos ausentes o vueltos a distancias situadas más allá de la vida, ora como una sencilla hendidura y un agujerito al centro, casi en forma simbólica.

Y lo que decimos del ojo puede afirmarse, aunque en menor escala, el ojo es un símbolo religioso, del resto de la cara de cada una de estas preciosas figuras, desde las más antiguas, las arcaicas, hasta las de los siglos posteriores a nuestra era cristiana. La boca, caracterizada por los labios carnosos, el pliegue gracioso de las las comisuras, juega papel dramático en las divinidades, la imagen del sagrado maíz es dramática, de serena compostura, de burlesco gesto humano. La boca y los ojos de estas figurillas, y no pocas veces los rasgos de la nariz, las orejas, el peinado, los atavíos, nos asombran por el equilibrio que mantienen entre lo real y lo abstracto, hechas, ya decíamos, de barro y sueño o fantasía. Una poderosa fantasía. Una ilimitada fantasía.

Pero el mundo de la cerámica ya es el mundo de la escultura, los alfareros son escultores en pequeño, y es en ese universo pétreo y móvil, pesado y alado, donde vamos a encontrar al artista maya en el pleno dominio de su capacidad creadora. Hay una magia de las substancias. Y la piedra, en manos de los mayas, dejaba escapar no sólo su humedad dulce, de agua dulce, que permitía el trabajo fácil, sino su milagroso mundo secreto. Desde las esculturas primitivas en las que la figura humana ya aparece con la cabeza, las piernas y los pies de perfil, hasta las de la edad de oro de los mayas, sin aludir aquí a la escultura en madera, es fabuloso el número de relieves, estatuas, estelas, sarcófagos hasta ahora encontrados, y los que habrá por descubrir. Por algo se ha dicho, y repetimos, que el suelo de Guatemala es mas rico en tesoros arqueológicos que todo el valle del Nilo.

Cuatrocientos años de esculpir en piedra, maderas preciosas y otras substancias duras, como el jade, permitieron al maya perfeccionar su técnica, liberar sus creaciones de la rigidez primitiva y encontrar, entre arcanos y misterios religiosos, una manera plástica de expresar lo sobrenatural. No fue posible completar la exposición con las grandes esculturas en piedra, dado su peso, pues hay algunas que alcanzan setenta y cinco toneladas y más de diez metros de alto. Cerámica, algunas estelas, jades, obsidianas, cabecitas humanas y figuras de animales completan el conjunto de esta exposición que ofrece, además, la expresión viva de todas estas artes, en los bellísimos trajes indígenas que se usan en diferentes zonas de Guatemala, la tierra de los mayas. La sangre dorada de los dioses circula todavía a través de esos pueblos artesanos y artistas que no son sino los continuadores de aquellos primeros artífices, llamados brujos, cuando el arte era magia, y el vivir de aquellos hombres tenía mucho del sueño verde de la selva tropical.

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