No se resiste a la tentación de detenerse a contemplar en los escaparates de negocios especializados en la venta de semillas, esos paquetitos ornados con dibujos de flores en vivo color y gracioso dibujo.
Antojan sobres misteriosos, sobres que encierran mensajes que van a enviarse, a través de la oscuridad de la tierra, a la futura primavera. Exactamente como se manda una carta a una novia. Y queda uno en espera de la respuesta. No se deposita, ¿para qué insistir?, en el buzón de correos, se deposita en el semillero. En lugar de palabras, granitos, granitos de todas formas, tamaños y colores, negros, cafés, amarillos, verdes, blancos. La contestación, a plazo previsto, será el nacimiento de la plantita, de la plantita de flores.
Pero los vendedores de semillas no solamente distribuyen estos sobres de cartas misteriosas, sobres de mensajes enigmáticos, sino son verdaderos comerciantes de esperanzas e ilusiones. Por eso, acaso, sus negocios tienen un aspecto especial, de más estar en el florecimiento del mañana que en el hoy de las simientes que ofrecen a su clientela. Y ellos mismos, cuando son auténticos vendedores de primaveras hacia el mañana florecidas, tienen una fisonomía inconfundible, pues son un poco jardineros, un poco sacerdotes de un culto ancestral y no dejan de gastar sus cortantes respuestas con aquellos que les hacen más preguntas de las necesarias, ya que muchas veces la pregunta del comprador implica la duda de si aquellos granos no están envejecidos y si de ellos, ¡oh milagro!, pueden salir plantas y flores iguales a las que se anuncian en el paquete o sobrecito, y granitos, semillas, que no se ven, que se oyen al sacudir el sobre, con ruido de lejana lluvia, de arena, de polvo de sueño.
Hemos ensayado comprar uno de aquellos sobres. Por unas monedas nos llevamos el paquetito y lo depositamos en nuestro bolsillo caliente. Va allí haciendo ruido cada vez que lo palpamos, el ruido de las semillitas que se golpean contra el papel. Ya lo tenemos, ya lo llevamos, y nuestra mente imagina macizos de flores en nuestras macetas arrimadas a la ventana, o en nuestros diminutos jardines. Nadie nos asalta. Saben que llevarnos la primavera en el bolsillo y nadie nos asalta. La primavera ya no interesa. Asaltan a los que llevan unos papeles con semillas de guerra, miseria, y dolor que se llaman billetes de banco. Pero a nosotros, a nosotros que no dejamos de proclamar que llevamos un tesoro de color, de perfume, de alegría, un tesoro que oculta el milagro de la vida y la flor, nadie nos roba. Otro es el interés del hombre ahora que se ha vuelto un pedazo de nada mas que dinero.
El comerciante de sobres con semillas ha quedado detrás de su escaparate, siguiendo con sus ojos nuestros pasos, envidioso quizás de vernos con la alegría pintada en la cara, y nuestros movimientos, por la respuesta que aquellos sobrecitos nos darán. Nos vendió la ilusión y la esperanza. Y pronto nos perdemos en otros semilleros, esos que se alinean a lo largo del Sena: semilleros de libros viejos, de libros raros. No nos detenemos. Nos apura llegar y sembrar, romper aquellos sobres extraer los mensajes que nos contestarán con flores, mieles, perfumes, corolas que visitarán las mariposas y las abejas.
Pero, de paso diremos, ¿por qué callarlo?, que en este negocio de semillas y plantas no faltan los que adquieren vástagos, plantas ya en floración. Los positivistas, nos decimos, los que por temperamento o por ser como Santo Tomás, no se avienen a comprar sobres con semillas, incógnitos mensajes de futuro, y prefieren la plantita ya en marcha, visible, no invisible como en los granos de las simientes, palpable, tocable, existente. Pero también está esa gente rara, ésta que adquiere árboles pequeños. Diríase que cuentan con la vida, que están seguros de ver crecer un cedro, un naranjo, un ciprés, un pino. Algunos con sus años, otros encorvados, al comprar la planta deben pensar que la verán altear, florecer y frutecer. Santo optimismo o santo olvido de lo que es la vida. Y no faltan los inmensamente optimistas que hasta se miran derribando el árbol, y aprovechando sus maderas para techos o muebles de una futura casa. Y a qué callar la presencia en estos negocios de plantas, junto al Sena, de los que compran esos mundos redondos que se llaman bulbos, algunos con barbitas en el mentón, como machitos cabríos, o chinitos de las novelas de Pierre Loti. Ah, pero éstos también adquieren bienes positivos, no semillas, no metafísica . . .
El que lleva un vástago o un bulbo, lleva algo: no es como el que ha comprado el sobre con semillas, ese ser que en la ciudad se pierde entre un mundo que es frecuente acusarlo de materialista, municipal y estúpido. Se es injusto. Esta acusación no puede sostenerse a la luz de los cientos de personas que compran ilusiones en comercios que venden aquellos sobres misteriosos, orlados con lindas clavellinas, preciosas espuelas doradas, fabulosos fuegos de coralinas . . . Se es injusto, porque, además, todavía hay quien, compradas las semillas de su futuro jardín, se detiene entre los “buquinistas” a comprar libros de versos . . .
Antojan sobres misteriosos, sobres que encierran mensajes que van a enviarse, a través de la oscuridad de la tierra, a la futura primavera. Exactamente como se manda una carta a una novia. Y queda uno en espera de la respuesta. No se deposita, ¿para qué insistir?, en el buzón de correos, se deposita en el semillero. En lugar de palabras, granitos, granitos de todas formas, tamaños y colores, negros, cafés, amarillos, verdes, blancos. La contestación, a plazo previsto, será el nacimiento de la plantita, de la plantita de flores.
Pero los vendedores de semillas no solamente distribuyen estos sobres de cartas misteriosas, sobres de mensajes enigmáticos, sino son verdaderos comerciantes de esperanzas e ilusiones. Por eso, acaso, sus negocios tienen un aspecto especial, de más estar en el florecimiento del mañana que en el hoy de las simientes que ofrecen a su clientela. Y ellos mismos, cuando son auténticos vendedores de primaveras hacia el mañana florecidas, tienen una fisonomía inconfundible, pues son un poco jardineros, un poco sacerdotes de un culto ancestral y no dejan de gastar sus cortantes respuestas con aquellos que les hacen más preguntas de las necesarias, ya que muchas veces la pregunta del comprador implica la duda de si aquellos granos no están envejecidos y si de ellos, ¡oh milagro!, pueden salir plantas y flores iguales a las que se anuncian en el paquete o sobrecito, y granitos, semillas, que no se ven, que se oyen al sacudir el sobre, con ruido de lejana lluvia, de arena, de polvo de sueño.
Hemos ensayado comprar uno de aquellos sobres. Por unas monedas nos llevamos el paquetito y lo depositamos en nuestro bolsillo caliente. Va allí haciendo ruido cada vez que lo palpamos, el ruido de las semillitas que se golpean contra el papel. Ya lo tenemos, ya lo llevamos, y nuestra mente imagina macizos de flores en nuestras macetas arrimadas a la ventana, o en nuestros diminutos jardines. Nadie nos asalta. Saben que llevarnos la primavera en el bolsillo y nadie nos asalta. La primavera ya no interesa. Asaltan a los que llevan unos papeles con semillas de guerra, miseria, y dolor que se llaman billetes de banco. Pero a nosotros, a nosotros que no dejamos de proclamar que llevamos un tesoro de color, de perfume, de alegría, un tesoro que oculta el milagro de la vida y la flor, nadie nos roba. Otro es el interés del hombre ahora que se ha vuelto un pedazo de nada mas que dinero.
El comerciante de sobres con semillas ha quedado detrás de su escaparate, siguiendo con sus ojos nuestros pasos, envidioso quizás de vernos con la alegría pintada en la cara, y nuestros movimientos, por la respuesta que aquellos sobrecitos nos darán. Nos vendió la ilusión y la esperanza. Y pronto nos perdemos en otros semilleros, esos que se alinean a lo largo del Sena: semilleros de libros viejos, de libros raros. No nos detenemos. Nos apura llegar y sembrar, romper aquellos sobres extraer los mensajes que nos contestarán con flores, mieles, perfumes, corolas que visitarán las mariposas y las abejas.
Pero, de paso diremos, ¿por qué callarlo?, que en este negocio de semillas y plantas no faltan los que adquieren vástagos, plantas ya en floración. Los positivistas, nos decimos, los que por temperamento o por ser como Santo Tomás, no se avienen a comprar sobres con semillas, incógnitos mensajes de futuro, y prefieren la plantita ya en marcha, visible, no invisible como en los granos de las simientes, palpable, tocable, existente. Pero también está esa gente rara, ésta que adquiere árboles pequeños. Diríase que cuentan con la vida, que están seguros de ver crecer un cedro, un naranjo, un ciprés, un pino. Algunos con sus años, otros encorvados, al comprar la planta deben pensar que la verán altear, florecer y frutecer. Santo optimismo o santo olvido de lo que es la vida. Y no faltan los inmensamente optimistas que hasta se miran derribando el árbol, y aprovechando sus maderas para techos o muebles de una futura casa. Y a qué callar la presencia en estos negocios de plantas, junto al Sena, de los que compran esos mundos redondos que se llaman bulbos, algunos con barbitas en el mentón, como machitos cabríos, o chinitos de las novelas de Pierre Loti. Ah, pero éstos también adquieren bienes positivos, no semillas, no metafísica . . .
El que lleva un vástago o un bulbo, lleva algo: no es como el que ha comprado el sobre con semillas, ese ser que en la ciudad se pierde entre un mundo que es frecuente acusarlo de materialista, municipal y estúpido. Se es injusto. Esta acusación no puede sostenerse a la luz de los cientos de personas que compran ilusiones en comercios que venden aquellos sobres misteriosos, orlados con lindas clavellinas, preciosas espuelas doradas, fabulosos fuegos de coralinas . . . Se es injusto, porque, además, todavía hay quien, compradas las semillas de su futuro jardín, se detiene entre los “buquinistas” a comprar libros de versos . . .
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