El animal dormido de las salas nobles (1965)

Hay objetos que no caben en la categoría de cosas. El piano —ese titán doméstico de madera noble y nervios tensados— no es un mueble ni un instrumento: es una criatura dormida, grave y elegante, que respira en las esquinas de los salones con la paciencia de quien sabe que, tarde o temprano, alguien vendrá a despertarlo. Porque el piano no se toca: se convoca. Y cuando responde, lo hace con esa voz compleja y antigua que es a la vez río y lamento, arquitectura y plegaria.

En su forma hay algo de bestia y algo de altar. La tapa que se alza como ala, las teclas dispuestas como dientes blancos de un dios que no muerde pero que exige respeto, los pedales que se pisan como signos de puntuación en un idioma secreto. Y, sin embargo, el verdadero milagro no está en su cuerpo, sino en lo que sucede cuando los dedos —nerviosos, precisos, a veces temblorosos— se atreven a rozarlo.

Entonces comienza la ceremonia.

Y uno puede sentir cómo se abre, no sólo el piano, sino el tiempo. Porque el piano clásico no pertenece a una época, sino a todas. En él cabe la tormenta de Beethoven, el delirio matemático de Bach, el susurro sensual de Debussy, la melancolía de Chopin, que se deja caer en cada nota como si la música fuera un pañuelo mojado que alguien dejara caer lentamente al suelo. Cada compositor que se asomó al teclado dejó no solo su técnica, sino su alma fragmentada en escalas, acordes, disonancias que aún hoy vibran, persistentes, como ecos de una casa deshabitada.

No hay sonido más honesto que el del piano. Cada error, cada duda, cada intención mal colocada se vuelve visible. No hay pedal que oculte el titubeo del corazón. Pero también, en sus momentos de gracia, no hay belleza más absoluta. El piano puede ser tempestad y suspiro, danza de salón y soledad de convento, amanecer de montaña y despedida en un muelle. Puede narrarlo todo, pero sobre todo, puede narrar lo que no tiene palabras.

En América Latina, donde la guitarra suele llevar la voz del pueblo y el tambor los pies de la tierra, el piano es el huésped distinguido, el que llegó con las olas del viejo mundo y se quedó a vivir en las casas grandes, en los conservatorios, en las emisoras nocturnas. Y sin embargo, también se ha hecho nuestro: se le ha visto en boleros, en tangos, en salones polvorientos donde las partituras se resguardan entre fotos sepia y frascos de aguarrás.

Ver tocar un piano es asomarse a una especie de exorcismo suave. Los grandes pianistas no hacen alarde: se inclinan, se funden, desaparecen. No son ellos quienes dominan el teclado, sino quienes se rinden a su lógica de silencio y resurrección. Y al terminar, cuando la última nota flota en el aire como incienso invisible, uno comprende que la música no vino de afuera, sino de un lugar que no sabemos nombrar, pero que reconocemos como propio.

Quizá por eso —en un mundo que cada día se inclina más a lo inmediato, a lo breve, a lo desechable— el piano clásico persiste como una forma de resistencia. Su presencia impone pausa. Su lenguaje exige atención. Y su sonido, aunque surja en la penumbra de un salón olvidado, sigue siendo un faro que no guía hacia ningún puerto, pero sí hacia dentro.

Porque hay instrumentos que se oyen, y otros que se recuerdan. Pero el piano… el piano se lleva por dentro, como una herida hermosa que no deja de cantar.