EL NOVELISTA es, en literatura, el trabajador manual. Algo de esto decía don Pío Baroja. El que concluye una novela tiene la impresión de haber terminado un trabajo material largo y cansado. Es el zapatero de la literatura. El albañil. El sastre. El carpintero. El herrero. El que tiene que estar en su tarea, horas y horas sentado, días y días, meses y meses. Por algo alguien ha dicho que una novela no se escribe con la cabeza, se escribe con las nalgas, y si esta palabra es vulgar, digamos que se escribe con los glúteos, y si exige eufemismo, con los cachetes del payaso.
En todo esto pensando, ahora que escribo una novela, dejé mi mesa de trabajo en busca del jardín que, como un milagro florido, ofrecía las más variadas flores y hojas ornamentales en formas y colores. ¿Jardín en febrero? Así como se oye. ¿Invernal, quizás? Nada de invernal. Casi tropical en el sur de estas islas tibias del archipiélago canario. El sol brillaba en las corolas, en las hojas, en los tallos. Pájaros, ligeros y volando bajo, de rama en rama.
De pronto, me detuve frente a una telaraña dejada allí, al parecer, sin habitante. Se sostenía, al abrigo del viento, entre un muro bajo y un árbol próximo, quizás un aromo de flores amarillas. De una de las rama del perfumado aromo colgaba aquella maravillosa trama de hilos que el sol sobredoraba, hasta hacerlos más que dorados, plateados. Hilos de plata. Por momento se les comunicaba, a estos finísmos, delgadísimos encajes cierta rigidez, y por momentos, como obedeciendo a una respiración invisible, una amable soltura. Pasaban del estiramiento, de la firmeza, al balancearse, al hamacarse casi sin perder sus ataduras milagrosas. Conductores de sustancias viscosas, la materia viva que iba a aumentar la telaraña pasaba por ellos. Luego vendría el trabajo del hilado. Y la hilandera, por fin salió, a grandes patas, como dueña y señora.
“¡Muy bien!, le dije, tú aquí con tu telaraña, y yo allá, adentro, con mi novela en el mismo tramar y destramar, en el mismo hacer y deshacer, anudar y desanudar. Tú quieres casar moscones, yo quiero cazar lectores. Contigo aprenderé cómo se apresan, de qué artimañas hay que valerse, qué pegamentos secretos hay que usar, siendo tú, como eres, y así lo declaro, maestra de novelistas, seres que pasan la vida imaginando enredos que sirven de pasatiempo, animando intrigas reales o ficticias, propias para que el tiempo pase, y el que lea no lo sienta.”
Y a partir de aquel día, todas las mañanas, sin falta, interrumpía mi labor en mi mesa de trabajo, y me echaba al jardín, a constatar cuánto más había adelantado mi rival en su labor telarañística. Avanzábamos, yo amontonando cuartillas, y ella tendía hilos y caminos, por entre los que se desprendía, patas arriba, patas abajo, igual que un trapecista.
La novela-hilos... pensé en una de mis visitas al jardín, sí, la novela-hilos... ¿por qué no se habrá inventado ahora que para la novela se inventa todo...? Sería una mezcla de esas pinturas hechas a base de hilitos de colores, entre cuya lluvia menuda, se moverían los personajes, como marionetas, y con un texto aparte, se sabría lo que hablaban y se decían.
La novela-telaraña y el novelista-araña, bello futuro para las letras universales.
En todo esto pensando, ahora que escribo una novela, dejé mi mesa de trabajo en busca del jardín que, como un milagro florido, ofrecía las más variadas flores y hojas ornamentales en formas y colores. ¿Jardín en febrero? Así como se oye. ¿Invernal, quizás? Nada de invernal. Casi tropical en el sur de estas islas tibias del archipiélago canario. El sol brillaba en las corolas, en las hojas, en los tallos. Pájaros, ligeros y volando bajo, de rama en rama.
De pronto, me detuve frente a una telaraña dejada allí, al parecer, sin habitante. Se sostenía, al abrigo del viento, entre un muro bajo y un árbol próximo, quizás un aromo de flores amarillas. De una de las rama del perfumado aromo colgaba aquella maravillosa trama de hilos que el sol sobredoraba, hasta hacerlos más que dorados, plateados. Hilos de plata. Por momento se les comunicaba, a estos finísmos, delgadísimos encajes cierta rigidez, y por momentos, como obedeciendo a una respiración invisible, una amable soltura. Pasaban del estiramiento, de la firmeza, al balancearse, al hamacarse casi sin perder sus ataduras milagrosas. Conductores de sustancias viscosas, la materia viva que iba a aumentar la telaraña pasaba por ellos. Luego vendría el trabajo del hilado. Y la hilandera, por fin salió, a grandes patas, como dueña y señora.
“¡Muy bien!, le dije, tú aquí con tu telaraña, y yo allá, adentro, con mi novela en el mismo tramar y destramar, en el mismo hacer y deshacer, anudar y desanudar. Tú quieres casar moscones, yo quiero cazar lectores. Contigo aprenderé cómo se apresan, de qué artimañas hay que valerse, qué pegamentos secretos hay que usar, siendo tú, como eres, y así lo declaro, maestra de novelistas, seres que pasan la vida imaginando enredos que sirven de pasatiempo, animando intrigas reales o ficticias, propias para que el tiempo pase, y el que lea no lo sienta.”
Y a partir de aquel día, todas las mañanas, sin falta, interrumpía mi labor en mi mesa de trabajo, y me echaba al jardín, a constatar cuánto más había adelantado mi rival en su labor telarañística. Avanzábamos, yo amontonando cuartillas, y ella tendía hilos y caminos, por entre los que se desprendía, patas arriba, patas abajo, igual que un trapecista.
La novela-hilos... pensé en una de mis visitas al jardín, sí, la novela-hilos... ¿por qué no se habrá inventado ahora que para la novela se inventa todo...? Sería una mezcla de esas pinturas hechas a base de hilitos de colores, entre cuya lluvia menuda, se moverían los personajes, como marionetas, y con un texto aparte, se sabría lo que hablaban y se decían.
La novela-telaraña y el novelista-araña, bello futuro para las letras universales.
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