ESTAMOS so-oyendo estas cosas. So-oir es oir voces que no sabemos de dónde nos llegan. Lo que ocurre al andariego que asoma por primera vez, y cada vez, al inmenso Lago de Atítlán, situado en las alturas de Guatemala, y hermano gemelo, lo so-oímos y lo decimos, del Lago Titicaca. Gemelos son por el tamaño, la altura a que se encuentran, y su belleza. Pero también por su misteriosa presencia. Son lagos sagrados. Ambos son lagos sagrados. Imponen, absorben, y el hablador que asoma a sus orillas, se calla, y el que de su natural es movedizo, como toda la gente moderna, se aquieta. Es la voz de la profundidad que asoma a la dulzura de la superficie, engañadora y atrayente, como una divinidad acuática, pronta a devorar a los seres que se exponen a sus complacencias.
En Atitlán, en el lago y en los doce pueblecitos que lo rodean, algunos sin más comunicación que la lacustre, el cielo sobre las montañas, las montañas sobre las aguas, están sometidos a los cambios de la luz, en tal forma, que es algo así como una inmensa caja de reloj luminoso, donde cada segundo, cada minuto, cada hora significan un cambio en color del paisaje. Y al sonriente amanecer, todo rosa, todo celeste, todo en amarillos de pluma, siguen los fuertes tonos del emerger del sol, brillantes, rubíes, esmeraldas que van unificándose, hasta la azulosidad total del mediodía de fuego que no quema, fuego de llama reflejada en el agua, todo establecido en la luz indirecta del espejo.
Pero apenas se quiebra el mediodía, el inmenso ojo del maíz sagrado, apenas el disco voltea su redondez un tantito hacia la otra mitad del cielo, el ambiente se conturba, la atmósfera parece sacudirse, y entre picachos de volcanes y nubes que se apelotonan o corren, cambia el color del agua, de los montes, de los árboles, y va como empezándose a cristalizar lo que precipitadamente será la tarde, el comienzo de la tarde que luego ha de dilatarse en la locura de las paletas más atrevidas, más fulgurantes, hasta adueñarse ya entrando la noche, de todo el ambiente un colorido profundo, sueño negro que se queda azul, de gruesas felpas funerarias, solemnes, como si en el gran vaso que aún brilla con esplendor, fueran a precipitarse sin regreso el cielo, la vegetación, las piedras, todo lo que nos rodea. Y nos echamos hacia atrás, buscan nuestras manos asirse de algo, pero las rocas parecen desmoronarse, los árboles caer, y es que acaso se esté cumpliendo el rito de la entrega de todas las cosas del día al sueño de la tierra. Alguna luz, algunas luces, y ya de noche, la palpitación violenta del agua que recuerda su vecindad, golpeada a veces por el viento.
Los pueblos, los doce pueblos con los nombres de los doce Apóstoles, se visitan aprovechando los servicios de vaporcitos que hacen el recorrido con itinerarios fijos. Cada uno de estos pueblos tiene su colorido. Los habitantes van vestidos de telas bordadas en diferente forma, con matices variados, desde los opulentos rojos de los trajes de las mujeres de Santiago Atitlán, hasta los amarillos relampagueantes de los huipiles de las mujeres de San Antonio Palopó, desde los pantalones blancos perniaflautados con vivos rojos de los cofrades y munícipes de San Bartolo, hasta los pantalones cortos a la rodilla, hechos de lana de los de otro pueblecito neblinoso y por frío muy pegado a los repliegues del terreno montañoso que vagamente se refleja en el agua. Pero hablábamos de voces so-oídas, y en estos poblados, cuando el lago se cubre de nubes y queda todo encerrado, como en una amplísima caja de resonancia, las voces y los ruidos no se pierden, quedan en la atmósfera como perdidos, van por el aire y antojan ecos de palabras de ultratumba, de un más allá, de algún otro mundo.
El que no tiene este aviso, el que no sabe que taponado de blanco, como de algodón, el cielo que cubre el lago, las nubes acolchadas no dejan escapar lo que se habla en todos aquellos pueblecitos de sus riberas, el balar de las ovejas, el mugir de las vacadas, el hocear de los cerdos, el lloro de los niños, el ladrar o aullar de los perros, y de pronto, donde no hay nadie, en medio del silencio, en medio de la noche, nos rodean unas voces conversando, o se nos acerca un perro que ladra y que no está, una vaca que muge y que no vemos, un caballo que relincha, y que no descubren nuestros ojos.
Esto es lo so-oído, nos explica un viejo morador de por aquellos lacustres andurriales, y así como tiene una perfecta explicación física, tiene también nexo muy íntimo con la existencia de los brujos, que se valen de esta curiosidad acústica para hacer creer a los que les consultan que son muchas las voces que acompañan a éstos, y que son voces que hay que despeñar y echar al lago, para quedar a solas, y poder invocar mejor los poderes mágicos.
Voces so-oídas reúnen en el aire, ya pensándolo con imaginación de poeta un poco arqueólogo, el eco de las Tribus que llegaron de Tulán, el paraíso indígena, y se fueron regando en redor de este lago maravilloso, que parece guardar el secreto de divinidades no apagadas: el fuego, en el buche de sus gigantes de piedra, volcanes de agudos cráteres y cerros de jibas: el agua en el cuenco de su profundo e inmenso espejo cristalino; y el parloteo de los que por primera vez hacían uso de la palabra, visibles e invisibles, ya que son invisibles éstos que por las noches en el Lago Atitlán nos acompañan conversando, y a quienes escuchamos sin ver, y a los que por momentos se nos antoja que deberíamos acompañar en sus coloquios. Otro motivo para no olvidarse de Atitlán, las cosas so-oídas.
En Atitlán, en el lago y en los doce pueblecitos que lo rodean, algunos sin más comunicación que la lacustre, el cielo sobre las montañas, las montañas sobre las aguas, están sometidos a los cambios de la luz, en tal forma, que es algo así como una inmensa caja de reloj luminoso, donde cada segundo, cada minuto, cada hora significan un cambio en color del paisaje. Y al sonriente amanecer, todo rosa, todo celeste, todo en amarillos de pluma, siguen los fuertes tonos del emerger del sol, brillantes, rubíes, esmeraldas que van unificándose, hasta la azulosidad total del mediodía de fuego que no quema, fuego de llama reflejada en el agua, todo establecido en la luz indirecta del espejo.
Pero apenas se quiebra el mediodía, el inmenso ojo del maíz sagrado, apenas el disco voltea su redondez un tantito hacia la otra mitad del cielo, el ambiente se conturba, la atmósfera parece sacudirse, y entre picachos de volcanes y nubes que se apelotonan o corren, cambia el color del agua, de los montes, de los árboles, y va como empezándose a cristalizar lo que precipitadamente será la tarde, el comienzo de la tarde que luego ha de dilatarse en la locura de las paletas más atrevidas, más fulgurantes, hasta adueñarse ya entrando la noche, de todo el ambiente un colorido profundo, sueño negro que se queda azul, de gruesas felpas funerarias, solemnes, como si en el gran vaso que aún brilla con esplendor, fueran a precipitarse sin regreso el cielo, la vegetación, las piedras, todo lo que nos rodea. Y nos echamos hacia atrás, buscan nuestras manos asirse de algo, pero las rocas parecen desmoronarse, los árboles caer, y es que acaso se esté cumpliendo el rito de la entrega de todas las cosas del día al sueño de la tierra. Alguna luz, algunas luces, y ya de noche, la palpitación violenta del agua que recuerda su vecindad, golpeada a veces por el viento.
Los pueblos, los doce pueblos con los nombres de los doce Apóstoles, se visitan aprovechando los servicios de vaporcitos que hacen el recorrido con itinerarios fijos. Cada uno de estos pueblos tiene su colorido. Los habitantes van vestidos de telas bordadas en diferente forma, con matices variados, desde los opulentos rojos de los trajes de las mujeres de Santiago Atitlán, hasta los amarillos relampagueantes de los huipiles de las mujeres de San Antonio Palopó, desde los pantalones blancos perniaflautados con vivos rojos de los cofrades y munícipes de San Bartolo, hasta los pantalones cortos a la rodilla, hechos de lana de los de otro pueblecito neblinoso y por frío muy pegado a los repliegues del terreno montañoso que vagamente se refleja en el agua. Pero hablábamos de voces so-oídas, y en estos poblados, cuando el lago se cubre de nubes y queda todo encerrado, como en una amplísima caja de resonancia, las voces y los ruidos no se pierden, quedan en la atmósfera como perdidos, van por el aire y antojan ecos de palabras de ultratumba, de un más allá, de algún otro mundo.
El que no tiene este aviso, el que no sabe que taponado de blanco, como de algodón, el cielo que cubre el lago, las nubes acolchadas no dejan escapar lo que se habla en todos aquellos pueblecitos de sus riberas, el balar de las ovejas, el mugir de las vacadas, el hocear de los cerdos, el lloro de los niños, el ladrar o aullar de los perros, y de pronto, donde no hay nadie, en medio del silencio, en medio de la noche, nos rodean unas voces conversando, o se nos acerca un perro que ladra y que no está, una vaca que muge y que no vemos, un caballo que relincha, y que no descubren nuestros ojos.
Esto es lo so-oído, nos explica un viejo morador de por aquellos lacustres andurriales, y así como tiene una perfecta explicación física, tiene también nexo muy íntimo con la existencia de los brujos, que se valen de esta curiosidad acústica para hacer creer a los que les consultan que son muchas las voces que acompañan a éstos, y que son voces que hay que despeñar y echar al lago, para quedar a solas, y poder invocar mejor los poderes mágicos.
Voces so-oídas reúnen en el aire, ya pensándolo con imaginación de poeta un poco arqueólogo, el eco de las Tribus que llegaron de Tulán, el paraíso indígena, y se fueron regando en redor de este lago maravilloso, que parece guardar el secreto de divinidades no apagadas: el fuego, en el buche de sus gigantes de piedra, volcanes de agudos cráteres y cerros de jibas: el agua en el cuenco de su profundo e inmenso espejo cristalino; y el parloteo de los que por primera vez hacían uso de la palabra, visibles e invisibles, ya que son invisibles éstos que por las noches en el Lago Atitlán nos acompañan conversando, y a quienes escuchamos sin ver, y a los que por momentos se nos antoja que deberíamos acompañar en sus coloquios. Otro motivo para no olvidarse de Atitlán, las cosas so-oídas.
Seguir leyendo: