La cima del mundo y el silencio del hombre (1953)

El pasado 29 de mayo, dos figuras diminutas, casi fantasmas bajo la inclemencia de un cielo sin oxígeno, alcanzaron por fin la frente nevada del planeta. Allí, donde el aire es casi una idea, donde ni los cuervos tibetanos se atreven a volar, Edmund Hillary, apicultor de Nueva Zelanda, y Tenzing Norgay, hijo del Himalaya y sherpa de alma antigua, clavaron sus pasos sobre la cabeza blanca del Everest. No se oyó ningún trueno. No hubo himnos ni desfiles. Solo el viento. Ese viento que no aplaude ni bendice, pero que guarda en su voz el aliento de todos los que soñaron sin alcanzar.

Y sin embargo, algo ha cambiado para siempre. Porque el hombre, criatura del llano, ha subido al lugar que durante siglos se creyó inaccesible, sagrado, incluso prohibido. El Everest —llamado por los tibetanos Chomolungma, madre del universo— ha sido tocado por pies humanos. No conquistado, no profanado, no vencido. Solo tocado. Como se toca una campana de templo o una página sagrada. Y ese gesto, tan simple y tan terrible, abre preguntas más hondas que las grietas del glaciar.

¿Qué significa escalar hasta donde ya no hay vida? ¿Qué busca el hombre cuando sube, con los pulmones rotos y la piel agrietada, hacia una cima donde no hay nada que mirar salvo el abismo de lo logrado? ¿Es soberbia o sed? ¿Es triunfo o temblor? Porque subir al Everest no es como cruzar un océano ni como pisar la Luna —aunque aún no lo hayamos hecho—; es algo más íntimo y más brutal. Es asomarse al borde mismo de la fragilidad humana, ponerle nombre a lo imposible, y luego bajar, no con trofeos, sino con la mirada modificada.

Los periódicos hablan de hazaña, de orgullo británico, de técnica y de preparación. Pero yo prefiero pensar en esa foto sin colores donde Hillary y Norgay —envueltos en trajes de plomo, irreconocibles, anónimos en la gloria— se abrazan bajo la bandera del viento. No alzan los brazos. No gritan. Solo están allí, como si supieran que lo logrado no pertenece al ruido, sino al misterio.

Y pienso, también, en los que se quedaron atrás. En Mallory, aquel romántico inglés que, décadas antes, subió sin saber si podría volver y dejó su cuerpo sobre el lomo del monte como una ofrenda congelada. En tantos nombres sin crónica, sin busto, sin epitafio, que intentaron rozar ese lugar donde los dioses se niegan a mirar. Porque toda cima es también un altar, y hay quienes deben morir para que otros puedan encender una vela.

Hoy, mientras el mundo celebra y las radios repiten las noticias con voz de triunfo, uno siente también una melancolía sutil. Porque ahora que el Everest ha sido alcanzado, deja de ser totalmente leyenda. Se convierte en meta, en récord, en cifra. Y, como todo lo que se mide, pierde parte de su misterio. Pero aún así, queda algo inviolable: el frío. Ese frío inhumano, ese blanco absoluto que no se puede narrar, solo intuir. Y la certeza de que, incluso en la cima del mundo, el hombre sigue siendo apenas un punto que tiembla.

Tal vez eso sea, en el fondo, lo más importante: que por un instante, un apicultor y un sherpa estuvieron más cerca del cielo que ningún otro ser vivo… y no se sintieron más grandes, sino más humildes.

Porque en el Everest no se conquista nada. Solo se confirma, en silencio, que el alma humana aún se atreve a subir donde el cuerpo casi no puede respirar. Y ese, acaso, es el verdadero milagro.


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