El avión se desliza entre los volcanes, los conos de Agua, Fuego y Acatenango, que parecen acompañar su descenso. No pasamos tan cerca de estas masas augustas, emperadores del cielo como los llamó Darío. Es decir, tan cerca como en los días luminosos, cuando el avión hace el paso de los Andes, volando de Chile a la Argentina. Ni tan cerca, tampoco, de los picos que se cruzan, en el vuelo desde San Pablo, en el Brasil, hasta Lima, la capital peruana. En estos dos pasos, recordamos, casi se tocan, o parecen tocarse, las superficies gélidas, expuestas al tráfago de las nubes, tanto que algunas veces las nieves se antojan fáciles a palpar con las yemas de nuestros dedos, ora sea en los mares blancos que rodean al Aconcagua, o en la otra ruta, al Tupungato.
Poco a poco el avión va perdiendo altura, rectifica una y otra vez la dirección. La ciudad de Guatemala empieza a pintarse. Casas de miniatura y abanicos de calles rectas. El clásico trazo de las ciudades españolas. Toda rodeada de montañas. La “rosca de San Blas” que llamo yo en las Leyendas de Guatemala. Es la temperatura de este país. Temperatura de leyenda. La belleza del panorama nos absorbe por entero. No hay resquicio para pensar en otra cosa. Nos hundimos, como en nosotros mismos, en el paisaje, con todo y el avión que pronto va a tocar tierra. Ya son los techos los que en fuga de alegres aletazos pasan bajo las ventanillas. Pero notamos que han desaparecido muchos de aquellos techos de las casas coloniales, al estilo español auténtico, los de nuestra antigüedad, y que han sido sustituidos por terrazas de casas modernas. Vamos bajando a una ciudad moderna o modernizada que no es igual. El zumbido de las hélices parece ensordecernos, por momentos. Aunque quisiéramos cerrar los ojos no podríamos. Es un hambre devoradora por verlo todo, sorpresivamente, desde arriba, antes de entrar a la realidad. La sensación de realidad que da la tierra cuando las ruedas hacen contacto con la pista.
Hacemos fila con todos los viajeros. No hay discriminación alguna entre nacionales y extranjeros. No es como en otra parte, donde las autoridades llaman primero a los connacionales, para atenderlos, en los trámites migratorios preferentemente. Aquí todos, todos, en fila, guatemaltecos y extranjeros. Los trámites son sencillos. Dos ventanillas para atender a los que llegan. Del otro lado de estas vallas burocráticas, materializadas en puertas guardadas por policías, esperan los brazos familiares y amigos que no estrechamos hace cinco años. Por eso, sin duda, no obstante el tiempo que marca el reloj, sentimos eternos aquellos momentos, y máxime cuando en la aduana el vista empieza registrar a fondo, hasta llegar a sacudir las prendas íntimas. Aquí sí notamos una pequeña diferencia. A un yanqui que tiene sus valijas junto a las nuestras, no le registran mayormente. Es yanqui, y ya sabemos lo que eso significa aquí y en todas partes.
Por fin se nos franquea el paso. No hay una percepción exacta del momento en que nos unimos, en estrecho abrazo, a los parientes y amigos. No es graduable la agitación, no podemos quedar fuera y analizar el momento. Ya estamos en la corriente viva de la sangre y esa otra espiritual de la amistad cadente, de esa amistad que como fuego guardado en rescoldo se mantuvo todos los años que estuvimos alejados.
No ha caído el sol y se siente la vehemencia del crepúsculo en una luz quebrada sin llegar a ser melancolía, palpita en transparencias que alejan, que sustraen lo que miramos de ambos lados de las avenidas, las viejas avenidas: edificios nuevos de corte muy moderno, nuevos barrios, y un escalar sobre la antigua ciudad, a causa de los terremotos de poca altura, espacios del azul con atrevidos embriones de rascacielos.
Pero, mientras los que nos acompañan en el automóvil, del aeropuerto a la casona familiar, se esfuerzan por mostrarnos los adelantos materiales de la ciudad, orgullo muy lógico y natural, nosotros buscamos con los ojos del alma aquellos sitios por donde discurren los personajes de nuestras novelas, ya que pocos van quedando. La modernización y el asfalto los han ido borrando. Y a eso se agrega la nueva nomenclatura de las calles que se llevó los nombres clásicos de calles y callejones, nombres tan evocadores, que silenciosamene, como protestando, nos los repetimos. Y es así como después de cinco años volvemos a Guatemala, por las calles de antes que para nosotros conservan sus auténticos nombres, y que ahora son apenas signos numéricos algebráicos.
Poco a poco el avión va perdiendo altura, rectifica una y otra vez la dirección. La ciudad de Guatemala empieza a pintarse. Casas de miniatura y abanicos de calles rectas. El clásico trazo de las ciudades españolas. Toda rodeada de montañas. La “rosca de San Blas” que llamo yo en las Leyendas de Guatemala. Es la temperatura de este país. Temperatura de leyenda. La belleza del panorama nos absorbe por entero. No hay resquicio para pensar en otra cosa. Nos hundimos, como en nosotros mismos, en el paisaje, con todo y el avión que pronto va a tocar tierra. Ya son los techos los que en fuga de alegres aletazos pasan bajo las ventanillas. Pero notamos que han desaparecido muchos de aquellos techos de las casas coloniales, al estilo español auténtico, los de nuestra antigüedad, y que han sido sustituidos por terrazas de casas modernas. Vamos bajando a una ciudad moderna o modernizada que no es igual. El zumbido de las hélices parece ensordecernos, por momentos. Aunque quisiéramos cerrar los ojos no podríamos. Es un hambre devoradora por verlo todo, sorpresivamente, desde arriba, antes de entrar a la realidad. La sensación de realidad que da la tierra cuando las ruedas hacen contacto con la pista.
Hacemos fila con todos los viajeros. No hay discriminación alguna entre nacionales y extranjeros. No es como en otra parte, donde las autoridades llaman primero a los connacionales, para atenderlos, en los trámites migratorios preferentemente. Aquí todos, todos, en fila, guatemaltecos y extranjeros. Los trámites son sencillos. Dos ventanillas para atender a los que llegan. Del otro lado de estas vallas burocráticas, materializadas en puertas guardadas por policías, esperan los brazos familiares y amigos que no estrechamos hace cinco años. Por eso, sin duda, no obstante el tiempo que marca el reloj, sentimos eternos aquellos momentos, y máxime cuando en la aduana el vista empieza registrar a fondo, hasta llegar a sacudir las prendas íntimas. Aquí sí notamos una pequeña diferencia. A un yanqui que tiene sus valijas junto a las nuestras, no le registran mayormente. Es yanqui, y ya sabemos lo que eso significa aquí y en todas partes.
Por fin se nos franquea el paso. No hay una percepción exacta del momento en que nos unimos, en estrecho abrazo, a los parientes y amigos. No es graduable la agitación, no podemos quedar fuera y analizar el momento. Ya estamos en la corriente viva de la sangre y esa otra espiritual de la amistad cadente, de esa amistad que como fuego guardado en rescoldo se mantuvo todos los años que estuvimos alejados.
No ha caído el sol y se siente la vehemencia del crepúsculo en una luz quebrada sin llegar a ser melancolía, palpita en transparencias que alejan, que sustraen lo que miramos de ambos lados de las avenidas, las viejas avenidas: edificios nuevos de corte muy moderno, nuevos barrios, y un escalar sobre la antigua ciudad, a causa de los terremotos de poca altura, espacios del azul con atrevidos embriones de rascacielos.
Pero, mientras los que nos acompañan en el automóvil, del aeropuerto a la casona familiar, se esfuerzan por mostrarnos los adelantos materiales de la ciudad, orgullo muy lógico y natural, nosotros buscamos con los ojos del alma aquellos sitios por donde discurren los personajes de nuestras novelas, ya que pocos van quedando. La modernización y el asfalto los han ido borrando. Y a eso se agrega la nueva nomenclatura de las calles que se llevó los nombres clásicos de calles y callejones, nombres tan evocadores, que silenciosamene, como protestando, nos los repetimos. Y es así como después de cinco años volvemos a Guatemala, por las calles de antes que para nosotros conservan sus auténticos nombres, y que ahora son apenas signos numéricos algebráicos.
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