La zancada que venció al mundo (1952)

Hay días en que la patria deja de ser un mapa y se convierte en cuerpo. En sudor. En aliento entrecortado. En una figura delgada que cruza la meta con los brazos aún en movimiento, como si siguiera corriendo incluso después de haber llegado. Así ocurrió el pasado 19 de abril, cuando Doroteo Guamuch Flores, a quien los registros llaman Mateo, pero cuyo verdadero nombre lleva el rumor de las montañas, ganó el Maratón de Boston, dejando atrás no sólo a los favoritos del norte, sino también a la sombra de lo imposible.

Y fue allí, entre las aceras grises de una ciudad extranjera, bajo un cielo que no conoce el sol de abril chapín, donde un hombre nacido en Mixco, forjado entre veredas polvorientas y humildes jornadas, hizo que por primera vez se oyera “Guatemala” con tono de asombro entre los labios de los cronistas anglosajones. No hubo bandera imperial ondeando sobre su espalda, ni patrocinadores escritos en letras brillantes sobre su pecho. Hubo, eso sí, una voluntad quieta, terca, que se había venido entrenando no sólo con kilómetros, sino con sueños.

Los maratones, como los milagros, no se improvisan. Son ceremonias largas donde el cuerpo se desgasta como una vela encendida, y donde cada paso se paga con memoria. Cada corredor carga sus propios fantasmas: los de la fatiga, los del desaliento, los del que corre al lado. Pero Mateo corrió con otra compañía. Con él iban los volcanes, el polvo de las aldeas, las miradas de los niños que lo vieron entrenar por las calles, esquivando carretas, saludando con la mano libre a los vecinos que pensaban que ese esfuerzo era pura locura.

Boston no sabía su nombre, pero ahora lo repite con respeto. Porque este muchacho, de piernas de relámpago y corazón de tambor, no corrió por la gloria ni por el dinero. Corrió por algo más hondo, más difícil de nombrar: por la certeza íntima de que los pequeños también pueden alcanzar lo grande. Que desde un rincón olvidado del continente puede surgir una figura que, sin estridencias, sin promesas, sin discursos, haga lo que nadie espera.

Dicen que entró a la recta con el rostro sereno y los ojos buscando el horizonte. Que no alzó los brazos con vanidad. Que no gritó. Que simplemente cruzó la línea, como quien regresa a casa. Y eso es lo que más conmueve: que incluso en el triunfo, Mateo Flores fue humilde. Como son los verdaderos grandes. Como son los nuestros.

Hoy, mientras los periódicos se llenan de cables internacionales, de guerras que no cesan y de avances técnicos que a veces parecen olvidarse del alma, la victoria de este guatemalteco viene a recordarnos algo sencillo y eterno: que aún hay espacio para el hombre que confía en sus pasos. Que aún se puede ganar con el corazón en los pies.

Y que hay ocasiones, raras, preciosas, en las que un país entero cabe en un solo corredor. Y alcanza la meta.


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