NO SALIMOS del asombro del temblor en la piel que nos dejó el primer aposento que visitamos en esta ciudad de los muros pintados, rodeada por el misterio de la selva milenaria, y ya nuestros pies con sendas botas nos introducen en otra dimensión de lo extraordinario, en un segundo universo de este cerrado templo donde la luz entra graduada, como que con ella los mayas jugaban para una mejor apreciación de las figuras de los bajorrelieves y de los colores de estos murales grandiosos. Pero ¿estos señores de la luz —nos preguntamos— lo fueron de la guerra? ¿No se les tenía por pueblos pacíficos, agricultores, arquitectos, astrónomos, jugadores de pelota y amantes de la paz?
A poco de penetrar en este segundo aposento nos encontramos en medio de una batalla en la que no alcanzan los ojos a detallar tanto brazo armado de lanza o de macanas adornadas, tanto movimiento de lucha, de voraz captura de prisioneros, de rostros feroces de guerreros enmascarados con cabezas de animales de fauces pobladas de filosos colmillos, con personajes principales llevando, al vivo, cabezas de prisioneros, colgando de su pecho, todos con nagüillas de pieles de tigre, algunos empenachados de plumas de quetzal, otros con los más bellos tocados en los que la estilización puso un pez de caprichoso movimiento, un turbante, el pico de un ave, o un mascarón. Quitasoles, trompetas con trompetas y maracas adornadas con dibujitos blancos de huesos humanos, y una figura alta, en un extremo, portando el bastimento, la comida de los guerreros.
Pocas pinturas hemos visto representar una batalla con este movimiento, este vigor, esta fuerza, este empuje, diríase que las figuras de los guerreros se arrancan de los muros. Y luchan efectivamente, y hay para atemorizarse de caer prisioneros en manos de aquellos señores que, como era habitual, marchaban a la guerra pintados de rojo con achiote, cubiertos por los arreos de sus animales protectores o nahuales, sin faltar los famosos guerreros pintados de negro, cuerpo y cara pintados de negro, con sólo el blanco de las córneas y el blanco de los dientes en la cara de carbón. Llevan para atacar, lanzas y macanas, y escudos para defenderse, algunos con inscripciones todavía no descifradas.
Y en este segundo aposento, a decir de los entendidos, hallamos el trozo de mural en que la pintura maya llegó a su máxima expresión de belleza. De abajo arriba nos encontramos con filas de guerreros que presentan sus lanzas, al igual de otro grupo que en la parte alta hace otro tanto. Estos guerreros que forman la guardia de los señores, ante quienes se sacrifica a los prisioneros, visten los arreos más raros, todos simbólicos, todos nagualísticos. pues en tanto uno ostenta en su cabeza la dentada fauce de un carnicero, otro lleva casco con el pico de un ave, el pico ganchudo de un ave de batalla, y otro una cabecita de venado, desnuda de piel, sólo con los dos cuernos, y otros turbantes amarillos, pieles de jaguar arrolladas, y en cuanto a la vestimenta es de lo más rica y armoniosa: orejeras, hombreras, capuchas, especie de calzones cortos, decorados como los que usan los indios en la actualidad en algunas localidades de Guatemala.
Entre estos dos grupos de guerreros, los de los últimos escalones del graderio de gradas rojas en que se desarrolla la escena, y los de los escalones más altos, se hallan, encuclillados y sentados, los prisioneros. Dos de ellos con los dedos de las manos sangrando. Se ven las salpicaduras de la sangre como puntitos rojos, especie de rosarios de gotitas rojas cayendo de sus dedos. En la grada inmediatamente inferior, se contempla la cabeza cortada de uno de los prisioneros, en un colchoncito de hojas verdes, y cerca, un prisionero al cual un personaje poco visible está cortándole los dedos.
Pero volvamos a la parte superior y principal de la escena, a lo que se ve en la primera grada de la escalinata de gradas rojas en que se desarrolla esta dramática, esta trágica ceremonia del sacrificio de los prisioneros. De un lado hemos visto la fila de guerreros presentando sus lanzas, el último de éstos tiene un prisionero, casi a sus pies, el cual es ofrecido al Gran Señor que está perfectamente separado de las demás figuras al centro, con una larguísima cauda de plumas verdes como penacho, la casaca de piel de tigre, y una lanza adornada en la parte alta con piel de tigre, lanza que cae vertical, sirviendo como eje del conjunto, por detrás de la cabeza de un prisionero que se ve echado en las gradas. Se dijera que la lanza le entra en el ojo, pero no, está perfectamente aparte, atrás, apoyada atrás de la cabeza que el prisionero tiene echada contra la grada. Esta es indudablemente la figura más bella de Bonampak, la mejor lograda en la pintura mural de los mayas. Desnudo totalmente, apenas si un taparrabo blanco lo cubre. Es una extraordinaria figura humana, dibujada con la más absoluta maestría, pero, aparte del sentido plástico perfecto, una figura yacente que traduce todo el dolor del prisionero de guerra, y que hace pensar en aquel "ay, de los vencidos".
El primer aposento, a juzgar por la actitud de las figuras en la ceremonia del atavío, fuera de las escenas del dintel, que en las tres estancias es de jefes a los cuales se presentan prisioneros, en el primer aposento, decíamos, se atavían y preparan los señores para la batalla, los señores y los guerreros que han de acompañarlos, con sus armas y sus escudos, sus trompetas, sus tambores, sus disfraces feroces, algunos pintados de achiote rojo, otros de negro. En el segundo aposento se da la batalla. Son las escenas de la lucha en plena selva. Acaso sólo en las pinturas de las batallas imaginadas por los orientales se logra este movimiento, esta gracia, esta soltura en las combinaciones de dibujo y colorido. El segundo aposento comprende la batalla por un lado, y por otra, la entrega de los prisioneros a los supremos jefes, y el sacrificio de los mismos.
En el tercer aposento, que en el dintel ostenta también al guerrero triunfante que ataca con su lanza a un cautivo que se esfuerza por contener el golpe, ya nos encontramos en el momento de la celebración de la victoria, en la gran danza de diez personajes con gigantescos penachos verdes que salen de sus cabezas, y unas especies de aspas que llevan a los lados de las caderas con dibujos desafortunadamente muy borrosos. Cada una de estas figuras que abarcan dilatados espacios para dar cabida a sus monu-mentales penachos de pluma, y a las aspas que salen de sus caderas, ostentan en las manos abanicos. En lugar de armas, lanzas o macanas, abanicos de fiesta.
Se completan los murales de este tercer aposento con dos escenas. Un grupo de figuras que lleva en hombros sobre una especie de anda a un personaje vestido de jaguar, los brazos pintados de negro. Delante de este personaje portado en andas, un sonajero. Poco se puede ver, la pintura se ha lavado, no así en otra escena que se admira en la parte superior de este tercer aposento: una escena familiar de mujeres en la paz del hogar. Se ven tres mujeres sentadas. Una anciana que come algo que ha tomado de un recipiente y que acaso sea pescado, pues se le ve sacándose de los labios una especie de espina blanca, y a sus pies, abajo, un criado arrodillado que ya en sus manos le tiene recibidas dos espinas. Las otras dos mujeres, una frente a otra conversan animadamente, a juzgar por sus actitudes, por sus manos que hablan. Todas estas figuras vestidas de blanco, simples camisas blancas. En la parte de abajo, una sirvienta con un niño en brazos. Esta escena hogareña confirma que ya pasó la guerra, que ya fue celebrada la victoria. De los tres aposentos de Bonampak, infortunadamente este es el más deteriorado.
Si contamos las figuras que pueblan los frescos de cada uno de estos tres aposentos de Bonampak, encontraremos que en el primero hay alrededor de setenta y cuatro personajes; en el segundo aposento más de ciento cincuenta guerreros y prisioneros, y otro tanto en el tercero, por lo que, descartando que muchas de estas figuras están borradas, puede afirmarse que llegan a quinientas las imágenes humanas que ocupan este hallazgo de Bonampak, descubrimiento que, aparte de lo que toca a la arqueología, permite a la etnografía ampliar sus conocimientos sobre aquella admirable civilización y cultura, ya que estos personajes están ataviados con telas, con dijes, con collares, con plumajería, lo que demuestra que también entre los mayas existió el arte de la pluma trabajada que antes se creía sólo de los aztecas, y demuestra también por lo que toca a las escenas aquí representadas, que no sólo los aztecas, sino los mayas, en el Viejo Imperio al menos, fueron guerreros, y que estos muros de la ciudad pintada son los de un templo levantado al Dios de la Guerra, templo al que los lacandones, habitantes de la región y últimos descendientes directos de los mayas, llaman la Casa del Tigre.
Y de este mundo mágico se regresa por la gran selva a través de ríos caudalosos y caminos, con la ebriedad del color en las pupilas, y el sentimiento de no haberse quedado allí convertido en árbol.
A poco de penetrar en este segundo aposento nos encontramos en medio de una batalla en la que no alcanzan los ojos a detallar tanto brazo armado de lanza o de macanas adornadas, tanto movimiento de lucha, de voraz captura de prisioneros, de rostros feroces de guerreros enmascarados con cabezas de animales de fauces pobladas de filosos colmillos, con personajes principales llevando, al vivo, cabezas de prisioneros, colgando de su pecho, todos con nagüillas de pieles de tigre, algunos empenachados de plumas de quetzal, otros con los más bellos tocados en los que la estilización puso un pez de caprichoso movimiento, un turbante, el pico de un ave, o un mascarón. Quitasoles, trompetas con trompetas y maracas adornadas con dibujitos blancos de huesos humanos, y una figura alta, en un extremo, portando el bastimento, la comida de los guerreros.
Pocas pinturas hemos visto representar una batalla con este movimiento, este vigor, esta fuerza, este empuje, diríase que las figuras de los guerreros se arrancan de los muros. Y luchan efectivamente, y hay para atemorizarse de caer prisioneros en manos de aquellos señores que, como era habitual, marchaban a la guerra pintados de rojo con achiote, cubiertos por los arreos de sus animales protectores o nahuales, sin faltar los famosos guerreros pintados de negro, cuerpo y cara pintados de negro, con sólo el blanco de las córneas y el blanco de los dientes en la cara de carbón. Llevan para atacar, lanzas y macanas, y escudos para defenderse, algunos con inscripciones todavía no descifradas.
Y en este segundo aposento, a decir de los entendidos, hallamos el trozo de mural en que la pintura maya llegó a su máxima expresión de belleza. De abajo arriba nos encontramos con filas de guerreros que presentan sus lanzas, al igual de otro grupo que en la parte alta hace otro tanto. Estos guerreros que forman la guardia de los señores, ante quienes se sacrifica a los prisioneros, visten los arreos más raros, todos simbólicos, todos nagualísticos. pues en tanto uno ostenta en su cabeza la dentada fauce de un carnicero, otro lleva casco con el pico de un ave, el pico ganchudo de un ave de batalla, y otro una cabecita de venado, desnuda de piel, sólo con los dos cuernos, y otros turbantes amarillos, pieles de jaguar arrolladas, y en cuanto a la vestimenta es de lo más rica y armoniosa: orejeras, hombreras, capuchas, especie de calzones cortos, decorados como los que usan los indios en la actualidad en algunas localidades de Guatemala.
Entre estos dos grupos de guerreros, los de los últimos escalones del graderio de gradas rojas en que se desarrolla la escena, y los de los escalones más altos, se hallan, encuclillados y sentados, los prisioneros. Dos de ellos con los dedos de las manos sangrando. Se ven las salpicaduras de la sangre como puntitos rojos, especie de rosarios de gotitas rojas cayendo de sus dedos. En la grada inmediatamente inferior, se contempla la cabeza cortada de uno de los prisioneros, en un colchoncito de hojas verdes, y cerca, un prisionero al cual un personaje poco visible está cortándole los dedos.
Pero volvamos a la parte superior y principal de la escena, a lo que se ve en la primera grada de la escalinata de gradas rojas en que se desarrolla esta dramática, esta trágica ceremonia del sacrificio de los prisioneros. De un lado hemos visto la fila de guerreros presentando sus lanzas, el último de éstos tiene un prisionero, casi a sus pies, el cual es ofrecido al Gran Señor que está perfectamente separado de las demás figuras al centro, con una larguísima cauda de plumas verdes como penacho, la casaca de piel de tigre, y una lanza adornada en la parte alta con piel de tigre, lanza que cae vertical, sirviendo como eje del conjunto, por detrás de la cabeza de un prisionero que se ve echado en las gradas. Se dijera que la lanza le entra en el ojo, pero no, está perfectamente aparte, atrás, apoyada atrás de la cabeza que el prisionero tiene echada contra la grada. Esta es indudablemente la figura más bella de Bonampak, la mejor lograda en la pintura mural de los mayas. Desnudo totalmente, apenas si un taparrabo blanco lo cubre. Es una extraordinaria figura humana, dibujada con la más absoluta maestría, pero, aparte del sentido plástico perfecto, una figura yacente que traduce todo el dolor del prisionero de guerra, y que hace pensar en aquel "ay, de los vencidos".
El primer aposento, a juzgar por la actitud de las figuras en la ceremonia del atavío, fuera de las escenas del dintel, que en las tres estancias es de jefes a los cuales se presentan prisioneros, en el primer aposento, decíamos, se atavían y preparan los señores para la batalla, los señores y los guerreros que han de acompañarlos, con sus armas y sus escudos, sus trompetas, sus tambores, sus disfraces feroces, algunos pintados de achiote rojo, otros de negro. En el segundo aposento se da la batalla. Son las escenas de la lucha en plena selva. Acaso sólo en las pinturas de las batallas imaginadas por los orientales se logra este movimiento, esta gracia, esta soltura en las combinaciones de dibujo y colorido. El segundo aposento comprende la batalla por un lado, y por otra, la entrega de los prisioneros a los supremos jefes, y el sacrificio de los mismos.
En el tercer aposento, que en el dintel ostenta también al guerrero triunfante que ataca con su lanza a un cautivo que se esfuerza por contener el golpe, ya nos encontramos en el momento de la celebración de la victoria, en la gran danza de diez personajes con gigantescos penachos verdes que salen de sus cabezas, y unas especies de aspas que llevan a los lados de las caderas con dibujos desafortunadamente muy borrosos. Cada una de estas figuras que abarcan dilatados espacios para dar cabida a sus monu-mentales penachos de pluma, y a las aspas que salen de sus caderas, ostentan en las manos abanicos. En lugar de armas, lanzas o macanas, abanicos de fiesta.
Se completan los murales de este tercer aposento con dos escenas. Un grupo de figuras que lleva en hombros sobre una especie de anda a un personaje vestido de jaguar, los brazos pintados de negro. Delante de este personaje portado en andas, un sonajero. Poco se puede ver, la pintura se ha lavado, no así en otra escena que se admira en la parte superior de este tercer aposento: una escena familiar de mujeres en la paz del hogar. Se ven tres mujeres sentadas. Una anciana que come algo que ha tomado de un recipiente y que acaso sea pescado, pues se le ve sacándose de los labios una especie de espina blanca, y a sus pies, abajo, un criado arrodillado que ya en sus manos le tiene recibidas dos espinas. Las otras dos mujeres, una frente a otra conversan animadamente, a juzgar por sus actitudes, por sus manos que hablan. Todas estas figuras vestidas de blanco, simples camisas blancas. En la parte de abajo, una sirvienta con un niño en brazos. Esta escena hogareña confirma que ya pasó la guerra, que ya fue celebrada la victoria. De los tres aposentos de Bonampak, infortunadamente este es el más deteriorado.
Si contamos las figuras que pueblan los frescos de cada uno de estos tres aposentos de Bonampak, encontraremos que en el primero hay alrededor de setenta y cuatro personajes; en el segundo aposento más de ciento cincuenta guerreros y prisioneros, y otro tanto en el tercero, por lo que, descartando que muchas de estas figuras están borradas, puede afirmarse que llegan a quinientas las imágenes humanas que ocupan este hallazgo de Bonampak, descubrimiento que, aparte de lo que toca a la arqueología, permite a la etnografía ampliar sus conocimientos sobre aquella admirable civilización y cultura, ya que estos personajes están ataviados con telas, con dijes, con collares, con plumajería, lo que demuestra que también entre los mayas existió el arte de la pluma trabajada que antes se creía sólo de los aztecas, y demuestra también por lo que toca a las escenas aquí representadas, que no sólo los aztecas, sino los mayas, en el Viejo Imperio al menos, fueron guerreros, y que estos muros de la ciudad pintada son los de un templo levantado al Dios de la Guerra, templo al que los lacandones, habitantes de la región y últimos descendientes directos de los mayas, llaman la Casa del Tigre.
Y de este mundo mágico se regresa por la gran selva a través de ríos caudalosos y caminos, con la ebriedad del color en las pupilas, y el sentimiento de no haberse quedado allí convertido en árbol.
Seguir leyendo: